Capítulo 7 • Desmemorias (I)

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Tercera realidad · Hechos del 2047, narrados desde el 2074 · 9 de Junio · Desde Francia, sobre Canadá ·

Semanas después del atentado desperté. Había estado mucho tiempo en coma, y mientras tanto, diferentes acontecimientos se habían desarrollado. Al parecer, la catástrofe del 12S que tuvo lugar en mi instituto se convirtió en la comidilla de las noticias durante semanas, llegando incluso, a todos los rincones del mundo.

De hecho, fue registrada por el gobierno como una amenaza que afectaba a la paz mundial, ocultando la mayoría de los descubrimientos a la población debido a la paranoia que podía haber generado el sacar a la luz la existencia de personas muertas con una identidad ya registrada en nuestro presente y pistolas que se recargaban con luz solar.

Sin embargo, como consecuencia de convertir aquel suceso en secreto de estado, pese al gran apoyo que recibieron las víctimas, con campañas anti-violencia, oraciones y pancartas que transmitían sus más humildes pésames, las familias de las víctimas no pudieron hallar consuelo, pues no se pudo saber nada de quienes cometieron los crímenes.

Concretamente, un total de cuarenta y cinco personas fueron las que murieron aquel fatídico día. Niños, padres... familias enteras fueron enterrados tres días después de lo sucedido. Sin embargo, entre todas aquellas familias afectadas, la que a mí verdaderamente me preocupaba era aquella de la que formaba parte.

No recordaba haber visto a mi madre morir, ni tampoco sabía nada de mis hermanos, quienes debieron de acudir a la puerta como siempre, en el momento de la explosión. La incertidumbre me aceleró el corazón en un momento. Necesitaba respuestas, pero estaba en una cama desconocida y mi cuerpo no respondía. De pronto, lágrimas de impotencia cayeron a través de mis mejillas.

No sabía dónde me encontraba, pero lo que sí sabía era que estaba a las afueras de donde quisiera que estuviese, puesto que en un corto lapso de tiempo únicamente el viento y la soledad me habían hecho compañía, gracias al sonido que hacía éste al golpear la única ventana de la habitación en la que dormía.

La habitación estaba echa de madera carcomida y un poco rota, pero si te fijabas bien, la decoración era bonita. Las paredes blancas, con dibujos en espirales amarillas, daban la sensación de haber sido bordadas. De hecho, fue poco después cuando descubrí que la habitación en la que había dormido durante semanas pertenecía a una casita de campo, la cual, aunque parecía que se iba a caer a pedazos, me resultaba inexplicablemente acogedora.

Tratando de averiguar dónde me encontraba, al final, en lo último que me fijé fue en que estaba en una camilla, tapada con una sábana blanca y enchufada a diversos aparatos de los cuales no tenía ni la menor idea de lo que eran, ni la razón por la que se encontraban en mi pecho. Consecuentemente, me los quité e intenté bajar, pero al intentar ponerme en pie acabé cayéndome. Había olvidado cómo andar. No entendía nada, de modo que me empecé a poner nerviosa. Intenté recopilar toda la información que pude en mi cabeza, pero no podía, tenía un cierto bloqueo, y apenas podía recordar el modo en el que se habían desarrollado los acontecimientos.

Así pues, como no podía recordar la mayoría de cosas, pensé que únicamente podía tratar de salir de allí y averiguarlas. En virtud de ello, hice todos los esfuerzos posibles para volver a la camilla, y tras varias horas, lo conseguí. Después, sentada de nuevo, miré por la ventana, a través de la cual, se amontonaban bastas colinas verdes y frondosas. Y así, mientras miraba el infinito paisaje y pensaba en formas de escape, mis ojos se fueron cerrando poco a poco hasta quedarme dormida.

Ya de noche, tras unas largas y terroríficas horas de pesadillas, desperté. Instantes después, desde el hueco de debajo de mi puerta pude ver que las luces de la casa estaban encendidas. Además, olía a comida, y aunque todo ello era indicativo de que alguien más vivía en la casa, yo no podía dejar de salivar y pensar en qué habría de cena, pues me moría de hambre.

Es más, aunque ahora el hambre es mi pan de cada día, recuerdo mucho más lo hambrienta que estuve aquel día.

- ¿Serían los de la bomba? ¿El hombre misterioso tal vez? -pensé.

- ¿Por qué estoy aquí? ¿Me querrán hacer daño? -continué dándole vueltas a la cabeza.

Eran muchas las preguntas que se me pasaban por la mente, pero casi tanto como el miedo ante la incertidumbre, el hambre que tenía pesaba más en mí. De tal modo, intenté bajar de la cama de nuevo, pero una vez más, no salió bien. No obstante, como consecuencia del ruido que generó la estrepitosa caída, alguien abrió la puerta de golpe.

Era aquél hombre misterioso de la niebla, sólo que esta vez no llevaba la túnica ni el sombrero, únicamente una ropa oscura. Tenía el brazo vendado y una cicatriz en el cuello. Escondía igualmente su rostro, con una inmensa mata de pelo, un oscuro bigote y una frondosa y canosa barba rojiza que tapaban la mayoría de sus facciones. Es más, su pelo de un color castaño oscuro y reflejos rojizos, era largo y ondulado, lo que invisibilizaba aún más su rostro. Y es que, aquél hombre de alta estatura, robusto cuerpo y sombría apariencia, parecía que no se había cortado el pelo en su vida. Por su parte, pese a su imponente y distante apariencia, sus serenos e impenetrables ojos parecían reflejar una gran preocupación por mi caída y al mismo tiempo, una profunda tristeza.

- ¿Estás bien? -me preguntó con una voz ronca y una cara prácticamente inexpresiva.

Parecía un hombre sensato, pero no le respondí. No encontraba las palabras. Lo único que pude hacer en ese momento fue continuar contemplando su oscurecido rostro y las cicatrices que mostraba entre las pocas aberturas que le quedaban. Entre ellas, la cicatriz que partía de uno de sus grandes y profundos ojos era la que más se destacaba. También sus gruesos labios me llamaron la atención, estaban mordidos y llenos de heridas, probablemente por nerviosismo. Asimismo, los harapos que vestía parecían casi tan viejos como él, sobre todo por las roturas y la suciedad de la que habían quedado impregnadas. Y pese a todo, las telas dejaban ver un cuerpo desgarbado y abandonado, pero fuerte y robusto, reflejo de lo que probablemente fue en su día un atractivo joven lleno de energía.

- Hora de cenar -añadió con su grave voz mientras me cogía en brazos, dispuesto a llevarme hasta la cocina.

- ¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ¿Qué quieres de mí? ¿Qué ha sido de mis hermanos? -hice una gran cantidad de preguntas mientras me llevaba hacia la cocina, todas ellas con tintes de osadía.

- Calla, niña -respondió refunfuñando.

- ¿¿Niña?? ¿Quién te crees que eres para juzgar mi madurez? -le repliqué altiva.

- Llevas un mes en coma, necesitas recobrar fuerzas. Así que, ahora calla y come -añadió aquel hombre de pocas palabras.

Tras cruzar el comedor, llegamos a la cocina. Ésta estaba constituida por un espacio pequeño, bastante cálido y acogedor, conseguido sobre todo gracias a las velas que la alumbraban desde algunos aparadores y el centro de mesa. Sus muebles, de madera, olían a antiguo. Un olor que se entremezclaba con el aroma de la carne que había servida en la mesa junto a una hogaza de pan, un plato con huevos y varios cuencos con salsas y especias. Era una mesa grande y gruesa, probablemente realizada con madera de nogal por su tono marrón más apagado, decorada a su vez con una pequeña cesta llena de flores y diversas bellotas que le daban un aspecto otoñal bastante cohesionado.

En busca de un pasado mejor (Vol II. Las Fronteras del Tiempo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora