Lo primero que vio al despertar fue lo blanco que era el techo y posteriormente, se sintió muy estúpido y no dejaba de lamentar cada palabra que dijo la noche anterior. Le frustraba la idea de haberle contado su vida demasiado pronto, porque ella le gustaba y ese momento fue perfecto para arruinar cualquier posibilidad de invitarla a cenar en alguna ocasión.
Pasó toda la mañana de mal humor. Su estado de ánimo empeoró porque no había conseguido mantenerla calma durante la ducha, el momento más relajante de su día. Se tomó el tiempo de poner la cafetera, pero al final le supo muy amargo. La cafeína mal disuelta arrasó con el paladar y la temperatura le quemaba la lengua. Se levantó de un salto y escupió en el fregadero, casi aventando la taza. ¿Por qué razón le contó la verdad? ¿Por qué el afán de querer ser escuchado, aún sin tener la certeza de lo confiable que podría ser? ¿Tendría deseos de hablar con él por lo menos una vez? Durante el camino al campus, no dejaba de formularse esas preguntas.
Desde el día de su llegada, había descubierto que en la casa de junto, estaba estacionado un jeep color verde oscuro, mismo que se veía oculto bajo una capa insultante de polvo. Mordiéndose el labio mientras se detenía a mirar, apareció una mujer anciana que salió de esa misma casa con el fin de ver al nuevo y atractivo vecino. Robert le sonrió con cierta timidez y prosiguió su camino.
—No irás a ninguna parte.
Se detuvo en seco y se volvió para mirar a la extraña vecina.
—¿Disculpe?
Ignorando su pregunta, bajó lentamente las escaleras del porche y se encaminó hacia él. Éste se le adelantó y se situó frente a ella, con el fin de impedir que no avanzara más, ya que al parecer cada paso le era difícil.
—¿Me dijo algo, señora? —preguntó con amabilidad.
Volvió a mirarlo, estudiando su anatomía por completo. La expresión malhumorada de la mujer desapareció para convertirse en una cálida sonrisa y de lo más adorable.
—Lamento mucho tener 85 años, hijo. Estás para comerte entero.
Robert abrió los ojos como platos y a continuación se echó a reír con ganas. Lo acompañó con débiles risillas, mismas que fueron interrumpidas por una molesta tos.
—¿Se encuentra bien? Pensaba invitarla a salir... —bromeó con tono coqueto.
—¡Bribón!
Tomó su mano con lentitud y le besó los nudillos.
—Robert Harris —se presentó.
—No sé si eres caballeroso o cínico —la mujer volvió a toser, aunque esta vez con menor intensidad—. Soy Marie Robinson, su anciana y molesta vecina. Y no soy esquizofrénica, como seguramente ya le han dicho.
—Nadie me ha dicho nada —musitó con una mueca traviesa—. Me parece encantadora.
—No llegarás a segunda base conmigo, cielo. Soy una chica difícil.
Robert volvió a reír.
—Me he dado cuenta —continuó mientras se ponía sus lentes, un par de diminutos óvalos en forma horizontal con una cantidad alarmante de aumento—, que miras esa chatarra con interés —señaló el jeep abandonado—. Es de mi hijo, pero nunca lo usa. Si te interesa, puedo hacer que te lo deje a buen precio.
—Se lo agradezco, Marie.
Robert sonrió, mientras unas discretas pero interesantes arrugas se formaban en las sienes.
—¡Esa sonrisa debería ser ilegal!
—Es lo más romántico y honesto que han dicho sobre mí en toda mi vida.
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El amor que construimos
Romance¿Y si el amor de tu vida es 20 años menor que tú? ¿Cómo saber cuál es tu hogar en el mundo? Robert Harris, un escritor atractivo y talentoso, llega a Norwich, Vermont, un pueblo donde parece vivir en un otoño permanente, con la intención de huir de...