Capítulo 14

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Se acercó a ella lentamente sin dejar de mirarla. Sus ojos marrones le parecieron aún más bonitos con el brillo que había en ellos, uno que había visto en muy pocas ocasiones: en las veces que la atrapaba mirándolo. Emma mantuvo la boca cerrada para recuperar su pulso. Había corrido desde que salió de su edificio y se sentía llena de sudor. De no ser por la mirada color miel que tenía encima, habría vuelto a casa para volver a darse una buena y prolongada ducha. Se contemplaron tanto tiempo que tuvieron la libertad de evaluarse. Ella se veía adorable usando esos jeans que le sentaban de maravilla, y aquella blusa blanca sin mangas con destellos transparentes oculta bajo una chaqueta de mezclilla azul a juego con el pantalón, resaltando su figura esbelta y podía notarse que debajo usaba un top del mismo color. Trató de no pensar más en eso. Su cabello no era la maraña de ondas como acostumbraba: lo enrolló en un adorable moño blanco y con algunos mechones sueltos.

Por su parte, Emma se esmeró en no babear. Estaba guapísimo. Cuando lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa traviesa. Se alegró de ya no tener que fingir cuánto le encantaba verlo sonreír.

—Hola —dijo él.

—Hola. ¿Estabas por... marcharte?

—Sí, bueno no —suspiró—. Bueno, un poco, sí.

Ambos rieron tontamente.

—Lamento la demora —repitió—. Tuve algunos contratiempos.

 —Pero estás aquí.

Asintió.

—Lo sé.

—¿Qué deberíamos hacer, Emma?

Ella se encogió de hombros. Entendió la pregunta en toda la extensión de la palabra, pero tampoco quería hablarlo ahora.

 —Para empezar, irnos de aquí. Pero no tengo idea de a dónde podríamos ir.

Robert se mordió el labio ante el dilema. ¿A dónde demonios debían ir?

—¿Qué te parece Lebanon? —sugirió ella—. Lejos de Norwich, aunque no lo suficiente como para perder medio día de camino. Hay muchos sitios para comer, tal vez tengas hambre.

Robert asintió.

—Vamos.

Caminaron a paso lento, muy cerca uno del otro aunque sin tocarse realmente. Robert le abrió la puerta del copiloto y la cerró en cuanto ella se acomodó en el asiento. Entró sigilosamente y entonces echó a andar en dirección contraria. Tal vez era el único sitio donde podrían estar a salvo y hablar. 

Y besarla. No podía soportar otro día más sin besarla.

Y los pocos segundos que tuvo con la luz roja del semáforo, aprovechó para mirarla. La belleza de su perfil, su nariz respingada, lo carnoso de sus labios que tenían un color rosado por el labial que optó por usar. Cada que ella lo miraba, le sonreía de oreja a oreja. Se guardó el deseo de tomarla de la mano, pero primero debían hablar.

 —¿Y bien? —inició ella.

—¿Qué?

—Dijiste que querías hablar conmigo.

—Sí. ¿Prefieres que sea ahora?

 —Tengo tanta hambre que en un restaurante no te prestaré atención pues estaré muy concentrada en no atragantarme —espetó—. Te escucho.

Robert carraspeó. ¡Estaba igual de nervioso!

 —Me dijiste esa noche —continuó ella—, que es moralmente incorrecto. ¿Por qué razón?

—Es complicado.

—Tengo todo el día. Tenemos.

Le gustaba demasiado el plural. El semáforo cambió a verde y avanzó a velocidad normal.

El amor que construimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora