Epílogo

13 1 0
                                    


18 meses después.


La piel de mis brazos se erizó de tal forma que me detuve de un golpe.

Cerré los ojos con el fin de sentir la melodía que retumbaba en mis oídos y aspiré. La canción me provocaba un nivel de felicidad que rebasaba cualquier barrera, haciendo creerme que realmente no hay imposibles, que podría lograr cualquier cosa que me proponga. 

Sin abrir los ojos, me dediqué a regular mi respiración debido al ejercicio y mi sentido del olfato se disipó con el olor del bosque. Mi piel, además de sentir el efecto de la canción, sentía el frío abrasador aunque eso no era un problema para mí. 

Así me encontrara en medio de la Antártida, siempre sería feliz con el clima frío.

Reanudé la marcha a un paso mucho más lento mientras descendía por el sendero para ir de vuelta a casa. El reloj en mi muñeca me indicaba que tenía más de 12 kilómetros corriendo, suficientes para el día de hoy. Tarareé la canción mientras enfocaba la vista en cada detalle: los enormes árboles con hojas amarillentas y secas, el musgo de las rocas que daba la impresión de ser una especie de terciopelo natural, el olor a tierra húmeda, producto de la pequeña tormenta de nieve de la noche anterior... me sentía en casa, porque aunque este lugar sería mi hogar durante dos meses, procuraría que fueran los mejores de toda mi vida. Me sentí mucho más emocionada al pensar que esa sería la meta de cada año.

Tropecé en un par de ocasiones pero siempre conseguía dar el paso correcto para evitar caerme de frente: a pesar de que agradecía muchas cosas desde que estábamos juntos, repetí en mi fuero interno las palabras de gratitud hacia él por haberme obsequiado este par de tenis para correr en montaña en mi cumpleaños, hace poco más de un mes. Mi cabeza dio un giro radical cuando pensé específicamente en él.

Lo bueno de salir a correr, además de fortalecer mi relación con la música, era que podía darme ese espacio para recordar, para analizar cada decisión que he tomado hasta el momento: no es que me arrepienta, no hay poder humano que me haga desistir y me siento feliz de estar aquí, de regreso, de haber tenido una experiencia de lo más gratificante en París e incluso de haber cortado todo tipo de comunicación con mi padre. Aprendí el hecho de que lo más sano para una persona era alejarse de aquello con toxicidad, aunque el mismo centro nuclear fuera mi propio padre.

Pero tampoco era de piedra, y sentía. Recordé a regañadientes el día que hablé con él, que le dije que Robert había ido a buscarme y ahora estaba viviendo conmigo y con Jacques. Me reí sin gracia al pensar que demoré más en decirle que él en quitarme todo tipo de apoyo para continuar con mi posgrado. Lo que no contaba era que yo tenía mi propio fondo y que mi trabajo de medio tiempo en París como profesora de Escritura me daba el sustento suficiente para continuar en el departamento y compartir gastos con mis compañeros, por llamarlos de alguna manera. Pensé que durante toda mi vida me esmeré en ocultarle al mundo la pésima relación y mi oscuro antecedente familiar. Siempre he sido una persona alegre, activa y por nada del mundo dejé que eso me afectara y hasta creo que comenzaba a volverme algo... insensible. Hasta que cierto profesor con aire bohemio pateó mi café que inconscientemente dejé sobre el piso y que cambió mi vida por completo.

Pensé en mis amigos también; había hablado con Lexi por última vez hace un par de semanas y nos invitó a pasar por lo menos un fin de semana en Atlanta. Su padre había vuelto a casarse y aunque ella era de su agrado, se sentía algo apartada dado que la pareja continuaba en su faceta de luna de miel; prometió venir a la cena de Navidad. Patrick continúa viviendo en California y su relación con Helen Zeller va de maravilla. Ninguno de los tres hemos vuelto a tener contacto con April: la última vez que la vi fue en la ceremonia de graduación en Dimbert y básicamente eso fue todo.

El amor que construimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora