Capítulo 31

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Desde luego, no le respondí.

¿Qué se supone que debería decirle? No he tenido el valor de confirmar que me enamoré de una mujer que tiene la mitad de edad que la mía. Y todo lo demás que nos une desde su nacimiento, prácticamente.

Suspiré. ¿Enviarle un mail era una manera cortés de intentar arreglar el conflicto? No, no, ni hablar. Pero al menos, podía invitarla a cenar y así hablarle con la verdad. No cometería el mismo crimen dos veces. El viernes al finalizar la última clase, le escribí un mensaje, preguntándole si deseaba verme con la promesa de explicarle todo. Me confirmó dos horas después: la vería a las ocho de la noche en mi casa, y es mucho mejor así. Tendría que esmerarme con una buena cena.

La primavera está por llegar a su fin y aun así, se siente un calor infernal en la ciudad. Al abrir la ventana de la cocina, alcanzo a ver un cielo negro, sin una sola estrella acompañándolo, ni la luna siquiera. Es algo frustrante no ver la naturaleza de la noche bajo el territorio de la ciudad. Añoro ver las estrellas en su cenit más alto y sentir esa ráfaga de aire penetrando mis poros. Pienso en Marie y también se me revuelve el estómago. ¿Qué me habría dicho ella en caso de estar viva?

Y entonces pienso que no podía rendirme así. Necesito verla una vez más, tan solo una. Quiero que me mire a los ojos y que me diga que no me ama y entonces, la dejaré ir. Pero antes, tengo que hacer lo correcto.

El timbre suena a las ocho en punto.

La comida estaba terminada y quito la música antes de abrir. No pretendo que vea el escenario como una cena romántica, porque más bien mi intención era desagradable a los ojos de otros. A los míos, solo es limitarme a hacer lo correcto y algo que he aprendido es que siempre debe hacerse lo correcto, aunque eso no quiere decir que sea algo lindo.

La mayoría de las veces, la verdad es cruda, duele. Y no hay manera de escapar de ella.

Al abrir la puerta, veo a Elaine deslumbrante. Usa un abrigo extremadamente ostentoso, como si nos encontráramos en pleno invierno. Puedo ver que se maquilló un poco más de lo normal y debajo del abrigo se ven unas medias de red color negro y unos tacones tan largos que por poco me rebasa en altura.

—Qué bueno verte. Pasa —me limito a decir mientras cierro la puerta a su espalda—. Justo acabo de terminar de preparar la cena y pensé que podríamos hablar...

Me fue imposible terminar. Elaine no dijo una sola palabra y se limitó a retirarse el abrigo.

De no ser por el diminuto camisón de encaje y listón rosado, estaría totalmente desnuda. No hay manera de negarlo: luce increíblemente sexy y el camisón, que apenas le cubre las piernas, deja ver un espectacular cuerpo de tono blanquecino, bien conservado y propio de una mujer de...

Me muerdo el labio al intentar recordar su edad exacta y lo lamenté. Ella lo ha interpretado de otra manera. Mi primer instinto es abalanzarme sobre ella, besándola apasionadamente. De un solo empujón, la recargo violentamente contra la pared. Cierro los ojos y siento cuando sus gélidas manos me quitaron las gafas suavemente. Sus manos se esmeraron en quitarme el suéter y de un jalón, arranca todos los botones de mi camisa. Un recuerdo invadió mi mente cuando sentí sus torneadas piernas enroscarse en mi torso desnudo. La imagen se ve tan clara que se me revolvió el estómago, y de repente, en lugar de estar en mi casa, estaba en un hotel romántico en medio del bosque, rompiendo todas las reglas y dándome por perdido.

Contraigo una mueca de dolor y me aparto bruscamente.

Elaine tuvo que sujetarse del barandal para no resbalar y yo la tomo de los brazos para evitar una caída catastrófica. Se incorpora de un golpe y me fulmina con la mirada.

—¿Qué... qué ocurre? —pregunta entre jadeos y con el tono endurecido. Me tallo el rostro.

—No puedo hacerlo.

—¿Qué no... puedes? —toma aire—. Robert, ¿sabes cuánto tiempo tiene que NO puedes?

—Meses.

—¡Meses! ¡El señor se ha acordado! —extiende los brazos y mira al techo sarcásticamente—. ¿Y sabes acaso qué día es hoy?

—Es viernes.

—Viernes.

Me quedo contemplando su rostro —para no ver más allá— y estrujo los sesos en busca de una celebración importante. No es su cumpleaños, y el mío acaba de pasar...

—Hoy cumplimos ocho meses de salir —interrumpe con un murmullo cargado de dolor.

—Elaine, yo...

—¿Por qué decidiste salir conmigo?

—Elaine, me gustas.

—No lo suficiente y no puedes negarlo.

No, no puedo. Me siento como un cobarde, pero este es el momento perfecto para decirle que no puedo continuar a su lado. Pero no me atrevo a decirle que es porque amo a otra mujer, sería muy patán de mi parte. Y ya no quiero mentirle más.

—¿Quién es Emma? —pregunta de repente.

Mi cuerpo se contrajo al mismo tiempo en un intenso escalofrío al escucharla decir su nombre.

—¿Qué? —logro escupir.

—La última noche que estuvimos juntos, la nombraste. ¿Quién es? 

Cierro los ojos. No recuerdo haber dicho nada.

—Estabas ahogándote de borracho y veníamos de una fiesta —continúa como si leyera mi pensamiento— y te pusiste muy cariñoso conmigo. Estábamos haciendo el amor y de repente pronunciaste ese nombre. ¿Quién demonios es?

Tiene más de cuatro meses mi última borrachera.

—¿Yo dije... eso?

—¡¿Y qué más da?! —estalla—, ¡Ya sé que erré al guardarlo y me avergüenza tanto admitir que estuve vigilándote durante meses! Creí que salías con alguien más, creí... ¡Dios! —exclama para sí misma y toma aire—. Creí que eras mío. Pero no es así. Pero ese nombre perdura en ti y yo no puedo hacer nada. ¿Quién es Emma?

Trago el nudo que se formó en mi garganta.

—Ella... no está aquí.

Me fulmina con la mirada.

—La conocí en Dimbert, donde fui profesor de Literatura y Arte. Iniciamos una relación clandestina y me enamoré. Pero eso no importa ya, porque se fue, se fue porque le pedí que se alejara de mí.

—¿Ella es casada, cierto?

Niego con la cabeza.

—¿Cómo podía ser clandestina, si tú estabas divorciado y me dices que no es casada?

No le respondo. La miro directo a los ojos y entonces me contempla con sorpresa y horror. Sus labios se formaron en una diminuta o, sin intentar disimular el dolor.

—Emma era tu estudiante.

—Sí —afirmo.

Se echa a llorar. Intento acercarme a ella pero me detiene con una palma sobre mi pecho y entonces levanta el abrigo sobre el suelo. Me rodea sin tocarme y sale disparada de mi casa. Sé que es un error seguirla, pero lo hago de todos modos.

—¿A dónde vas?

Sube a su auto y me mira como si le hubiera faltado al respeto.

—No pensarás que lo nuestro va a continuar, ¿cierto?

—Quiero explicarte las cosas al menos, Elaine.

—Mucha suerte, Robert —entonces se marcha, esmerándose en azotar la puerta de su coche.

Quise alcanzarla, salir corriendo e intentar impedir que arrancara el coche, hacerle ver por todos los medios que lo sentía y que todo iba a estar bien entre nosotros. Muchas veces durante ocho meses, quise decirle que la amaba.

Pero nunca me nació hacer esas cosas para ella. Porque no las siento de verdad.

El amor que construimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora