La noche cayó sobre Dimbert mucho antes de que pudieran notarlo. Robert había elegido una playlist con suficiente poder en las voces, guitarras y baterías como para animarse por sí mismo: hace tiempo descubrió que la furia era un sentimiento ideal para hacer ejercicio. Era un escape, una descarga de energía, adrenalina en un instante y con emoción para disfrutarlo. Estuvo tan concentrado que no notó la cantidad de miradas que tenía encima.
Una de las desventajas del ejercicio era que solo requería energía física, no la emocional. La mente estaba despejada y con la suficiente fuerza como para pensar en un millón de cosas, pero él solo podía pensar cuánto le molestó que Jessica tomara papeles que no le correspondían mientras que se adjudicaba roles demasiado prematuros, mismos que no permitió ni siquiera en su ex esposa. Con Amanda siempre había sido tolerante, un buen oyente, y hasta donde sabía, buen amante. Lo cierto es que procuraba mucho no pensar en ella. Y el hecho de que Jessica intentara controlarlo de esa manera, era aún peor, porque opacaba la idea acerca de la verdadera felicidad. ¿No se supone que, cuando una pareja es feliz de verdad, es porque lo son consigo mismos? Si él mismo no se ha sentido feliz consigo en un largo tiempo, ¿cómo lograrlo junto a otra persona, que aparentemente también se repudiaba?
Eso solo reafirmaba la elección de haber terminado con ella.
Fue de los últimos en salir del gimnasio. Caminó lentamente hacia el norte para llegar a la zona residencial. Eran casi las doce de la noche y había poca gente caminando; a decir verdad, eran algunos estudiantes y claramente podía verse que no caminaban en línea recta. A lo lejos se escuchaba música proveniente de una fiesta. Recordó lo que Lexi le dijo por la tarde, que era la fiesta de Stephens, quien era su alumno también junto con Greenwood. Apresuró el paso, cuando, su mente y su estómago dieron un brinco a la vez, porque pensó que era como si la hubiera llamado con la mente. Greenwood caminaba sobre la banqueta en dirección al sur y de los pocos transeúntes, ella era la que peor equilibrio tenía sobre sí. Robert se detuvo por un momento y la saludó a lo lejos. Ella entrecerró los ojos y le sonrió de oreja a oreja y cuando se dispuso a avanzar hacia él, tropezó con sus propios pies y cayó sobre la calle boca abajo. Mientras él corría a ayudarla, estalló en una sonora carcajada.
—¡Cielos! ¿Se encuentra bien? —inquirió ignorando las risotadas consecuencia de una gran cantidad de alcohol. Greenwood estaba muy tomada. La escena le resultó muy graciosa y por eso se limitó a presionar los labios para reprimir la risa.
—He estado peor otras veces, ¿sabes? —volvió a reír—. De cualquier modo, yo iba a mi dormitorio—se sujetó de sus brazos y se incorporó lentamente—. ¿Y tú quién eres? ¡Pero mira esos brazos! —presionaba lentamente sus bíceps—. Podrías cargarme hasta mi edificio...
Robert se echó a reír, repentinamente avergonzado por el cumplido.
—Me pregunto si la próxima vez, cuando la encuentre sobria, me hablará de ese modo.
—¡Qué correcto! —logró articular—. ¿Siempre habla de usted?
—Sí —le respondió con una deslumbrante sonrisa.
Greenwood retrocedió un par de pasos y lo contempló de arriba abajo.
—Pues sí... qué bien estás.
Robert no respondió. Intentaba entender qué estaba sintiendo en ese momento.
—¡Demonios, Emma! —gritó Lexi, quien corría a lo lejos hacia ellos—, ¡espero no hayas molestado al señor Harris!
—No pasa nada, Lexi —dijo en cuanto llegó a ellos—. Perdió el equilibrio y le ayudé a levantarse, es todo.
—¿Por qué me cortas la inspiración? —inquirió Greenwood con esfuerzo.
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El amor que construimos
Romance¿Y si el amor de tu vida es 20 años menor que tú? ¿Cómo saber cuál es tu hogar en el mundo? Robert Harris, un escritor atractivo y talentoso, llega a Norwich, Vermont, un pueblo donde parece vivir en un otoño permanente, con la intención de huir de...