En otoño, Dimbert y el pueblo completo se convertían en un paraíso que parecía tener una lluvia de azafrán. El aire se tornaba más frío y algunos rayos solares daban un matiz amarillento al ambiente, pretendiendo hacer cálida una temporada que originalmente era fría y gris, como si el pueblo tuviera vida propia. Era gratificante recorrer las calles cuesta abajo hacia el parque central, donde las cafeterías olían a pan recién horneado, a café caliente y a galletas de naranja. El suelo solía estar mojado por los comerciantes que madrugaban para limpiar las zonas de sus negocios y para colocar flores nuevas en los maceteros de las vitrinas y entradas. Muchos de ellos, sustituyeron las calabazas de Halloween por flores de aspecto más acorde a la temporada.
Sí, el tono del azafrán, que no era tan brillante como el de una naranja, se volvió el color favorito de Robert. Simbolizaba tranquilidad. No era tan cálido como el amarillo y tampoco tan opaco como el café. Azafrán era sinónimo de otoño. La estaba mirando pasar en el momento en el que se sentó en The French. Prestó atención a su manera de contonearse y entonces supo que Emma era una representación del otoño. Su abrigo naranja y el gorro blanco eran solo complementos que no eran impedimento para apreciar las curvas de su cuerpo. Su modo de caminar era ágil, aunque sigiloso. Era como ver a una pantera acercarse silenciosamente a su presa, preparada para dar el gran salto apenas se sintiera amenazada. Ella no era una joven ordinaria.
Emma levantó la mirada y le sonrió a lo lejos. Como respuesta, se limitó a guiñarle un ojo y levantó su taza de café, invitándole a acercarse. Sonrió y cambió el rumbo de su dirección; en vez de continuar hacia la biblioteca, atravesó la calle hacia el café y se detuvo frente a su mesa.
—Estimo, señorita Greenwood —dijo—, que tendrá listo el análisis sobre la Literatura Gótica...
—Estoy por terminarlo, justo ahora. He venido antes porque me apetece un vaso de café.
—¿Desea sentarse conmigo?
—La verdad es que no —respondió entre risas—. Si el profesor es el que me distrae, mi trabajo tendrá muchos problemas el día de hoy.
—Muy conveniente.
—Buen día, señor Harris.
Caminó hacia el otro lado de la calle, pero se volvió hacia él apenas subió a la banqueta. Tenía la intención de provocarlo, pero se quedó paralizada al ver que Robert le dirigía una sonrisa cargada de malicia. Se tomó el tiempo necesario para contemplarla de los pies a la cabeza con un descaro irremediable sin ocultar el mismo deseo. Cuando llegó a su mirada hizo un discreto pero sensual ademán de morder algo y, sin apartar la mirada ardiente, se mordió el labio inferior despacio mientras hacía otro análisis de cuerpo completo. Seguido a eso, sonrió triunfante y brindó a lo lejos con su taza de café. Sabía que era la primera persona en dejarla realmente anonadada.
En medio de la batalla de insinuaciones, ella retomó la ruta haciendo un enorme esfuerzo por no desmayarse.
Las clases le parecían más entretenidas y no sabía si algún día se acostumbrará a vivir ese excitante peligro con ella. Se sentía como un estudiante enviando y recibiendo mensajes, algunos de ellos ni siquiera con palabras, sino con emoticones que iban de lo más tierno, como corazones y caritas sonrojadas a símbolos insinuantes que decían incluso más que las mismas palabras. Sabía que, aunque realmente tenían un par de semanas saliendo, tenía que hacer algo para apagar la llama sexual que creció entre los dos, aunque él claramente sospechaba que, una vez durmiendo juntos, en vez de controlar su deseo, se alborotaría todavía más.
Los encierros en la oficina de Robert se habían convertido en algo muy constante, pues a Emma le frustraba la idea de tener que reprimir el deseo porque él prefería un mejor lugar para hacerlo, pero prefirió respetar su decisión. No era lo convencional: se suponía que era ella la que desearía eso y no él. La idea le hacía reír. Él continuaba temeroso pero conforme pasaban los días, la confianza y las ganas de correr riesgos se hacían tan fuertes como las ganas de devorarla entera. No estaba seguro de cuánto tiempo podía aguantar. Teniendo su delicado cuerpo junto no habría nada que pudiera salir mal, ni siquiera los riesgos, la peligrosidad de su relación. Ni el hecho de estar rodeados por celos de su ex, lo cual le parecía una soberana tontería. Sentía deseos de tomarla de la mano y llevarla a todos los lugares que pudieran acudir. Conocer, caminar, explorar. Dejar de preocuparse por consecuencias, por el tiempo, porque alguien del campus los viera. O que a él lo reconocieran por su trabajo y difundieran la noticia de que sale con una jovencita. Tenía ganas de desaparecer del mapa. Con ella.
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El amor que construimos
Romansa¿Y si el amor de tu vida es 20 años menor que tú? ¿Cómo saber cuál es tu hogar en el mundo? Robert Harris, un escritor atractivo y talentoso, llega a Norwich, Vermont, un pueblo donde parece vivir en un otoño permanente, con la intención de huir de...