III

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Capítulo: 3
Ronald Lombardi


Me detengo y contemplo brevemente las rejas grises que hay al frente de mí. Puedo escuchar desde afuera de la base militar de dos pisos, los murmullos de quienes pertenecen ahí, y lo único que significa eso, es que están en entrenamiento o en ejecución.

Cuando entro veo a los mayores ocupando todo el pasillo rectangular, amado que se ubican en los lados laterales debajo del techo y los otros se encuentran arriba en la misma posición, siendo que lo único que los desiguala son las rejas que dan un toque parecido a un balcón al pasillo superior. Gritan para alentar a los críos que se encuentran en medio de ellos y del extenso patio de entrenamiento.

Camino con total calma por el patio mientras doy una calada al cigarro y miro a todos esos niños practicando cuerpo a cuerpo junto a sus compañeros bajo ese sol penetrante, que se cuela por el techo descapotado. Sudán y están sucios lanzando puños a sus oponentes, al tiempo que siento que entre más voy avanzando el olor a sangre que brota sobre sus cuerpos se mete por el orificio de mi maldita nariz.

— ¡Vamos carajo! — grita uno de los supervisores —. ¡Deben ser más rápidos. Si piensan que sus oponentes les dará tiempo a respirar, pues están muy equivocados! — toma la mano de un niño que no debe de tener más de diez años —. ¡Si se te olvida la técnica, no tienes que quedarte parado, golpea, golpea, carajo! — el niño empieza a llorar golpeando a su oponente —. ¡Vamos!, ¡vamos!

Ver al niño me recuerda a mí cuando fui rescatado por el padre de Leo.

Solo tenía ocho años con una bala atravesada en la espalda, no quiero ni imaginar cómo debió sentirse al ver a uno de sus hijos muertos, y saber que no pudo hacer nada para salvar a su mejor amigo.

Sobreviví gracias a él, ya que entré a una fuerte depresión infantil de maricas y cuando me recuperé no podía creer que no tenía a mi familia a mi lado, muchas veces pensé que todo fue parte de un mal sueño, pero ahí estaba él para hacerme ver la realidad.

Que ya mis padres no estaban, que todos habían muerto aquella noche.

Santiago, el padre de Leo y Marcos, es uno de los fundadores de la Academia Militar Mauca, mejor conocido como la A.M.M. Es uno de los más antiguos hasta el momento, ya que fue el más joven de esa organización en aquella época, en la actualidad tiene setenta años, pero a pesar del tiempo ese viejo se ha mantenido impecable, tiene canas y es igual de alto que su hijo, con esos ojos cafés claros, que reflejan arrepentimiento y tristeza.
Él fue quien me otorgó su apellido y me adoptó como a un hijo de manera legal y sentimental, y quien me entró a toda esta mierda.

Mauca no se escucha como una palabra que pertenezca al latín, y es porque no lo es. Solo quisieron emplear en una sola palabra. Suerte, oportunidad, azar.

Por el simple hecho de que entregan las herramientas suficientes para dar suerte, oportunidad y escoger a niños al azar para convertirlos en arma humana y así lideren como monstruos y trabajen como bestias. El problema es, que el que entra a esta academia sale diferente a como entró.
Les roban la poca humanidad que les quedan.

Mauca arrebata los sentimientos y a otros les prohíbe sentir emociones, con el único propósito de que parezcan unos putos robots.

Los transforman en unas bestias humanas.

Yo soy un vil ejemplo de ello, porque esa misma noche morí junto a mi familia y nació la puta bestia que estaba dentro de mí.

Quito mi vista del lugar tirando el pedazo de cigarro al piso, una señora me mira incrédula y hago caso omiso a su mirada de culo.

Sigo mi camino dando zancadas por el pasillo que se encuentra repletos de personas. Entre más entro, puertas y más puertas me reciben de color plateado. Giro y subo las escaleras para subir al segundo piso, y sigo caminando hasta llegar a la última puerta que porta unas grandes letras negras con fondo blanco.

El final de la bestia (+21)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora