29 | Polvo de estrellas

119 8 51
                                    

29| Polvo de estrellas

Deneb:

Koen y yo no hablábamos desde hacía tres días.

El pelinegro seguía sin poder moverse de la cama intentando recuperarse aún de la resaca del sábado. Por si fuera poco, le había agarrado un virus de estómago que parecía no querer soltarlo y estaba completamente fuera de combate.

Había estado yendo a visitarlo entre descanso y descanso para saber que se encontraba bien, pero cada vez que había querido hablar conmigo, le había dicho que se centrara en ponerse mejor.

No quería hablar con él.

Porque eso me hacía darme cuenta de que no debería estar tan enfadada como estaba y me hacía replantearme algunas de las decisiones que había estado tomando hasta la fecha. No podía volver a echarle una de mis crisis existenciales a Koen, no era justo.

Había estado pensando mucho en el tema. Y ninguna solución era capaz de lograr que me desprendiera de mi enfado.

Koen y yo habíamos jugado con corazones y habíamos resultado heridos durante el proceso.

Yo había hecho malabares con el suyo y el de Enzo.

Este había decidido lanzarles dardos al mío y al de Nia.

Yo había lo engañado emocionalmente con Enzo.

El pelinegro me había engañado físicamente con Nia.

Aunque, ¿podíamos hablar de engaños? Nunca había habido nada definido entre nosotros, por lo que me parecía injusto catalogarlo de aquella manera.

¿Traición, entonces?

Consideraba a Koen como un buen amigo después de todo. Quizás esperaba que, después de confesarle que me gusta Enzo también, yo había esperado que él me explicase que, si Nia no se lo ponía fácil, iban a terminar envueltos entre sus sábanas otra vez.

No sabía cómo describirlo, pero, si teníamos que decantarnos por este último término diría que la traición era distinta a la que alguna vez había sentido por parte de mi círculo más cercano.

Una parte de mí debía haber sabido que Nia y Koen estaban destinados a ser uno mismo cuando encontré al pelinegro llorando por ella en las escaleras de nuestra librería. Y, aun así, no conté con que llegara a gustarme.

Supongo que la vida era la ironía más grande a la que podíamos pertenecer los humanos.

Aquella tarde no tenía muy claro qué era lo que estaba haciendo, pero una vez terminé mi turno en la librería me deshice del uniforme y abandoné el local sin tener ni idea de lo que estaba haciendo.

Caminé a paso acelerado hasta que, media hora después, aquel edificio decorado con estrellas y tonalidades azules apareció frente a mí. Tomé aire antes de entrar y me sorprendí al ver el caos que había en la recepción, que hasta la fecha había estado siempre desierta.

El escándalo me tronó los oídos. Había niños de todas las edades correteando de un lado para otro, vestidos de miles de maneras distintas. No había ni rastro de la recepcionista y los padres estaban acaparando la diminuta sala en la que nos encontrábamos.

Sin embargo, entra tanto caos fui capaz de vislumbrar la figura del bajista de 305. Iba vestido con una camisa blanca y con unos pantalones de traje. La corbata había perdido su posición cuando él mismo había intentado aflojársela, visiblemente agobiado y, no fue hasta que me acerqué un poco más a él, que me di cuenta de que estaba intentando separar a los niños del resto, ya que, al ser visiblemente más pequeños, se llevaban los empujones de los demás.

Los desperfectos del amor ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora