En un mundo dividido, el odio que consumió el alma de una joven es la gota que derramó él vaso, Desató y terminó a la fuerza, una guerra sangrienta termina por llegar al límite de todos los involucrados, no pueden seguir, pero la desconfianza y des...
Mis años en la guerra se deslizaron con la misma velocidad que los días de entrenamiento, pero esta vez, todo resultó tan emocionante y electrizante que, aunque solo hayan sido dos míseros años, los viví como una eternidad en el paraíso.
La primera batalla fue brutal: diezmamos al 80% de los soldados enemigos, mientras que el 20% restante logró escapar, cediendo el territorio ante nuestra victoria. Este fue solo el comienzo de nuestras futuras conquistas. Poco a poco, fuimos ampliando nuestros dominios. El territorio del Este siempre había sido un objetivo deseado durante décadas. Abundante en fauna y flora, con bosques exuberantes y libres de la corrupción que imperaba en otras zonas, su clima, ligeramente más frío y húmedo que los bosques cercanos a la capital, lo hacía aún más deseable para nosotros.
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Amé esta tierra profundamente, cautivada por su belleza y por ser mi primera conquista. Me negué a permitir su explotación y deforestación; no deseaba que la tierra sufriera, solo los "dueños" que la reclamaban como propia.
Una vez que conquistamos el Este, nos dirigimos al sur, día tras día, semana tras semana, enfrentamientos y responsabilidades no me dejaban encontrar descanso, ya que estamos en plena expansión por ese territorio, y conforme nos alejamos del infierno, la tierra se vuelve más verde y exuberante. Los paisajes son simplemente sublimes: kilómetros y kilómetros de bosques intactos, apenas poblados por bestias. Cuanto más distantes están de Macros, la capital de Melfare, el reino de las bestias, más primitivas son sus formas de vida.
Arrasar con esos pequeños pueblos fue emocionante. No había manera de que todo un pueblo pudiera resistir a solo 20 demonios. Ellos, al estar tan alejados de su propio reino, nunca habían visto un demonio. Habían oído hablar de nosotros, sí, pero aprenderlo por boca de los sabios es muy distinto a enfrentarse a nosotros en persona.
Como encargada de infundir terror, siempre fui la que exploraba estos pueblos, buscando la manera de sorprenderlos. No dejaba a nadie con vida.
Enrolé a numerosos demonios estrategas en el ejército. Si bien no destacaban en combate, su valía residía en la información que recababan de las poblaciones espiadas. Con meticulosidad, trazaban rutas y planificaban tácticas de ataque, asegurándose de no dejar piedra sin remover para evitar la huida de sus presas. ¿Por qué? Nuestro propósito era sembrar el miedo. Sin embargo, el desenlace de la guerra era incierto; podría inclinarse a nuestro favor o no. En caso de un revés, era vital ocultar las bajas de nuestro reino a los ojos de Macros. Solo los soldados tenían el dudoso privilegio de atormentarse el resto de sus vidas con los recuerdos de las atrocidades cometidas por los demonios. Pero estábamos conscientes de que este equilibrio precario sería efímero; tarde o temprano, las bestias escaparían de nuestras garras. Por tanto, debíamos aprovechar cualquier oportunidad para evitarlo.
Cuando tropezaba con pueblos diminutos, cuya población se contaba con los dedos de las manos, reunía a pequeños grupos de jóvenes demonios y algunos veteranos para arrasar esas comunidades. Ahí radicaba uno de mis placeres más oscuros.