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Estaba allí, sobre la hierba. Era delgado, muy delgado, y su piel tenía una coloración amarillenta y brillante. Sus ojos eran grandes, oscuros, y su cabeza tenía una forma ovalada. Caminaba con lentitud, como si buscara algo. ¿Era un alienígena?

John sostuvo el rifle con mayor fuerza, pero no estaba seguro de que aquello que se desplazaba frente a él fuera un alienígena, u otra criatura.

Disparó, y el cuerpo del extraño ser se desplomó sobre la hierba.

John se quedó allí, contemplando el cuerpo inmóvil de la criatura. Ni siquiera sabía por qué había disparado. La luminosidad que caracterizaba la piel de la criatura empezó a intensificarse, creciendo y decreciendo continuamente, como si fuera una señal de auxilio, o una alerta, dirigida hacia alguna criatura semejante a ella.

La intermitencia de la claridad se volvió más rápida, más violenta, y John escuchó un ruido en la hierba.

Corrió nuevamente hacia su automóvil, subió y se alejó del bosque, a través de esa noche desvaída y silenciosa, plenamente arrepentido de haber agredido al misterioso ser, y con la sensación de que alguien o algo había percibido esa señal y estaba persiguiéndolo.

Había una colina a lo lejos, allí donde la ruta doblaba y se encaminaba hacia el oeste. Los árboles también estaban muy lejos y eran muy delgados, casi invisibles. La niña, en el asiento trasero, había dejado de moverse con violencia, quizá intimidada por la voz del comisario, el cual, misteriosamente, no le prestó atención, quizá porque inmediatamente supuso que era hija de John.

Pero no era su hija.

-Son formas de vida muy simples- dijo el comisario-. Están por todos lados. Son inofensivas. Cuando alguien las agrede y las mata, en sus cuerpos se activa automáticamente ese mecanismo que emite una luz periódica por la cual otro individuo de su especie puede percatarse de que hay un peligro en ese lugar. Sus cadáveres titilan como luciérnagas en la oscuridad de las noches. Son, al igual que nosotros, creaciones de ellos, los verdaderos alienígenas a los que debemos temer. No se preocupe, puede seguir por su camino.

Le devolvió a John la documentación, sin cobrarle la multa por exceso de velocidad. John se lo agradeció con una sonrisa.

-Mire- continuó diciendo el comisario-, si va hacia la ciudad, mejor tome la autopista que tiene más curvas. Eso podría despistar a alguna de las naves, si intentan capturarlo. También hay mucha vegetación allí. Puede esconderse entre la maleza. No lo encontrarán. A mí me han perseguido, en un par de ocasiones, y he logrado burlarlos a pesar de que no soy un conductor muy diestro que digamos. Es extraño, tratándose de seres, supuestamente, muy superiores a nosotros.

-Está bien- dijo John-. Se lo agradezco. Seguiré su consejo.

Presionó el acelerador. Observó, durante un tiempo, la imagen decreciente del comisario en el espejo retrovisor, hasta que se disipó completamente en la lejanía. Se preguntaba a dónde llevaría a la niña. Se dijo que habría sido mejor dejarla en aquella región del bosque. Además, nadie había reclamado por ella, nadie se ofreció a pagar por su rescate, y probablemente nadie lo haga nunca. John no la necesitaba tampoco. Sólo quería dinero. Supuso que un bosque tan desolado sería el lugar ideal para deshacerse de ella. Incluso había llevado su rifle, porque nadie escucharía el disparo en esa desolación.

Pero siguió adelante. Ingresó a la ciudad. Anduvo, durante una media hora, a lo largo de calles todavía silenciosas y despobladas.

Semáforo en rojo. Pisó el freno.

Se preguntó qué había hecho mal. La niña estaba en la plaza, y había una pareja junto a ella, y un hombre, un anciano, en uno de los bancos de piedra, que acaso podía ser el abuelo de la niña. Entonces, cuando la niña se alejó de ellos, John la tomó. La llevó al auto, la recostó en el asiento trasero y escapó de allí, a toda velocidad. Unas horas después, los noticieros de la localidad difundieron el número telefónico al que se debía recurrir para recuperar a la niña. Pero nadie marca ese número. Nadie la reclama. ¿Qué hará con ella?

¿Y si esas personas que merodeaban por la plaza no eran sus familiares? Tal vez era una niña que se había extraviado hacía mucho tiempo, a la que acaso habían dado por muerta. Por eso, quizá, nadie la reclamaba.

Tendrá que buscar otro lugar despoblado, tal vez uno de esos pueblos fantasmas que hay más allá del puente. O el río que discurre debajo de ese puente. Podría arrojarla allí. Nadie se acerca a ese río. No hay peces, no hay paisajes agradables allí. Sólo un triste y pesado fluido marrón que se arrastra entre los juntos.

-¿A dónde vamos?- preguntó la niña.

Pero John no le respondió. Ni siquiera pensaba ya en ella, sino en ese montón de individuos que parecían estar intentando cruzar la calle.

Estaban amontonados en una esquina. De pronto, uno de ellos cayó al suelo, se retorció y comenzó a temblar, y también había otros cuerpos en el suelo, pero inmóviles.

Los otros, los que conservaban un comportamiento normal, se apartaron, alejándose cuidadosamente del hombre que estaba ondulando en el suelo como una serpiente herida.

Quizá el virus había comenzado a ejecutar su macabra tarea. O tal vez no. No lo sabía, todavía. No habían aclarado de qué manera afectaba el virus a los humanos, cuáles eran los síntomas y si morirían instantáneamente, o si la enfermedad se dilataría por unas horas, días o meses.

Entonces el hombre que estaba en el suelo se levanta. Comienza a caminar hacia donde está el auto de John, con dificultad, arrastrando una pierna y moviendo los brazos de un modo extraño. Su cuello parecía no haber podido soportar más el peso de su cabeza y estaba doblado hacia la izquierda. La cabeza, casi en forma horizontal. La boca se abría y se cerraba continuamente, hasta que finalmente cayó al suelo por última vez y no volvió a levantarse.

Semaforo en verde. John colocó su pie sobre el acelerador, pero no aceleró. Continuó observando, absorto, la sorprendente escena.

Había, alrededor de ese hombre, 20 o 30 personas más, también inmóviles, acaso muertas, o "desactivadas", como suele decirse en los lejanos laboratorios en los que fueron ideadas.

Detrás de ellas, el sol del día jueves, 14 de enero, comenzaba a ocultarse. La silueta de un monte parecía estar flotando en el esplendor rojizo de la tarde que moría. Entonces, los cuerpos que estaban inmóviles en el suelo comenzaron a dar pequeños saltos, como los que suele realizar un pez que está fuera del agua.

El triste y siniestro espectáculo duró varios minutos, tal vez 20 minutos, y luego los cuerpos recuperaron su funesta inmovilidad.

Sí, podía ser el virus, o cualquier otra enfermedad, o sólo un montón de locos. Porque ¿con qué finalidad los someterían a una agonía tan sofisticada? Los alienígenas podían diseñar un virus que los aniquile instantáneamente ...

¿O estaban siendo atacados por otro virus?

¿Acaso alguien, o algo, se había adelantado al proyecto de extinción que los alienígenas planificaron?

Semáforo en rojo

El devorador de planetas y otras historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora