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No podía dormir. Me quedé mirando los árboles que se balanceaban en la brisa marítima. Uno de ellos, en particular, se movía rápidamente, como un limpiaparabrisas. Pero los otros mantenían el ritmo sosegado y cansino que tenía el mar cuando aquella tarde empujé mi bote hasta sus aguas y empecé a remar, en dirección al noreste. Nadie más había salido a pescar ese día. Estaba solo, a pesar de que el viento soplaba muy débilmente, el cielo estaba despejado y las olas casi no se discernían desde la ribera. Un clima ideal, un tiempo de bonanza perfecto.

Pensaba en las palabras de aquel hombre que se me acercó en el mar, cuando nos aproximábamos a esa primera isla del archipiélago. Él dijo que había visto hombres en tierra firme fracasar, quizá también perecer, en el intento de sobrellevar las exigencias y actividades propias de la vida. Lo cual me hizo pensar que el concepto de naufragio, para esos hombres, era algo más amplio, que no se refería solamente al mar. Y es cierto que el hombre aparece en este mundo, sin saber por qué, ni de dónde viene, como si hubiera sido arrancado de su existencia original, en la que todo tenía su explicación, y abandonado luego en la turbulencia de este mundo donde nada parece tener un sentido, una razón, y acaso los habitantes de la isla, que podían explicar y comprender tantas cosas, habían logrado regresar a esa dimensión previa a la realidad mundana. Quizá a eso se refería ese habitante cuando dijo que ellos "estaban en otro nivel". Pero también a la tierra. Porque mientras yo escapaba de la bestia, lograba ver senderos, salidas entre la vegetación, y también pude ver que la tierra hacia la cual se dirigía Jezel se hundiría, lo cual él no sospechó en ningún momento. ¿Ese círculo me iluminaba? Tal vez sí, aunque no tanto como para visualizar a través del tiempo el origen de aquella criatura, lo cual sí podían conseguir, al parecer, los habitantes de la isla. O tal vez lo que me ataba a él era un sentimiento supersticioso generado por los comentarios y las actitudes de los tripulantes de aquella embarcación, sobre todo los del imponente Gúdo.

Yo sentía que ese hombre, desde algún lugar del Universo, me observaba; que esperaba que yo cometa algún mínimo acto de desacato para tomar medidas contra mí.

No sé a qué se debía esa sensación, pero también los habitantes de la isla, aunque afables y solidarios, parecían tener algún vínculo con el capitán de aquella embarcación colosal. Sabían muchas cosas, demasiadas. Consideraban que estaban en un plano de la existencia superior al que habitan los seres humanos normales, y que eran invulnerables al monstruo que merodeaba en el mar. Sus pieles, un poco plateadas, y la forma un tanto ovalada de sus cabezas, además de la delgadez notoria de sus manos, reforzaban la hipótesis de que no eran individuos del todo terrenales.

¿Pero qué individuo es del todo terrenal? ¿Quién es un habitante plenamente legítimo de este mundo?

Un sismo, otra vez. Violento, aterrador. La isla se movió y se encorvó como si fuera de papel. Mis ojos buscaron entre la vegetación que se sacudía histéricamente a alguno de los habitantes de la isla, pero sólo vieron chozas que se derrumbaban, y grandes pedazos de tierra que desaparecían en el agua. Porque el mar estaba ingresando a la isla, y corría a través de las resquebrajaduras de la tierra como una serpiente desesperada. Entonces, por encima de ese cataclismo, vi cómo se elevaba un objeto circular, rojizo, similar al que yo tenía adherido al cuello, pero mucho más grande. Era una nave espacial, en la cual seguramente viajaban muchos de los habitantes de la isla, y quizá también los náufragos que habían logrado sobrevivir, quienes se estaban alejando para siempre de ese maltratado jirón de realidad que acaso la bestia cabeceaba con creciente furia.

Sentí que no podría, esta vez, escapar. Era ésta la última isla. Después de ella, sólo había agua, kilómetros y kilómetros de agua. Todas las otras islas del archipiélago se habían sumergido para siempre en el mar. Pero entonces una segunda nave se elevó hacia el cielo, y yo sentí que mi cuerpo se elevaba también, y luego ingresé a través de un pasadizo y esa fuerza que me sostenía me condujo hacia el centro de la nave, donde había tres de los muchos habitantes que conocí en la isla.

El devorador de planetas y otras historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora