En muchas ocasiones tuve que escapar, de agentes, policías, espías. Diría yo que mi profesión consiste en escapar. Estoy acostumbrado a esto, pero sin embargo esta mujer me agotaba; nuestros caminos se entrecruzaban constantemente, y si bien siempre, de un modo u otro, he logrado eludirla, nunca pude liberarme de ella definitivamente. En nuestro último encuentro logró dispararme en el talón derecho y tuve que ser auxiliado nuevamente por otro agente del coronel. Luchó incluso sin armas contra los hombres que intentaban acorralarla mientras yo y el otro agente escapábamos. Creo que domina ciertas artes marciales, muy sofisticadas.
En cuanto a los otros espías o agentes rusos, no me preocupaban demasiado. Estaba seguro de poder burlar sus artimañas. Pero no podía decir lo mismo de la agente Megan.
De cualquier forma, un día viernes, a las cuatro de la tarde, abandonamos el hotel. El secretario condujo el auto que nos llevó hasta la estación de buses, donde abordaríamos el vehículo con el que llegaríamos luego al puerto, ya que, según el secretario, podíamos prescindir del aeropuerto viajando hasta Inglaterra en barco.
No sé si considerarla una buena idea, pero era más que evidente que los rusos esperaban que viajásemos en avión.
Me preguntaba qué harían si llegaran a apoderarse de las observaciones del profesor Krimson. ¿Serían capaces de poner en funcionamiento el artefacto, siguiendo el procedimiento indicado en la libreta? Porque podía utilizarse como un arma, pero era un arma que ponía en riesgo a todo el planeta, si es que ya no estaba, como sospechábamos, en funcionamiento. Una energía que podía transformar al mundo si se desatara. Millones, miles de millones de seres morirían en esa transformación.
Bajamos del vehículo. El cielo, sobre la dársena gris, también era gris. Las nubes, hinchadas de agua, parecían estar a punto de explotar. Yo me sentía observado por seis ojos, acosado por el tibio y siniestro aliento de tres bocas. Algo me decía que, por muy ingeniosos que sean los planes que yo, o el hombre que me acompañaba, urdamos, esa mujer siempre encontraría la manera de desbaratarlos, de adelantarse a su ejecución.
-No creo que no nos haya seguido-dije-. No estoy seguro de que debamos tomar ese barco. Es una clonación en la que el nuevo individuo se desarrolla dentro del individuo clonado, y no una, sino dos veces. Tal vez quisieron crear un super-humano, y en cierto modo lo hicieron. No sé si hay otros como ella, quizá sí.
El secretario no parecía estar escuchando lo que yo decía. Miraba a lo lejos, donde flotaban algunos camalotes, y también boyas y embarcaciones.
Un bote se acercaba.
¿Qué tenía planeado ese hombre? Quizá no viajaríamos en ese bote, sino a través de un vehículo menos visible. ¿Un submarino? Sería mejor. O tal vez no. El ardiente suelo de Texas, el vapor que subía desde la tierra sedienta. El supervisor balbuceaba, intentaba decirme algo. Su pequeña boca se movía como un gusano en el calor de la tarde. Porque el calor aumentaba, no dejaba de aumentar, como si la tierra estuviera acercándose al sol, o como si la actividad solar se intensificara gradualmente. Lo cual era posible, porque el artefacto podría estar funcionando, y según las observaciones del profesor Krimson el fin del mundo, tal como aquella notable civilización lo preveía, consistiría en un incremento de la actividad energética y vital de todas las cosas, una exacerbación de las funciones esenciales de cada objeto, de cada criatura, al ser sacudidos por las fuerzas que se desatarían desde la misteriosa invención que habíamos descubierto en el fondo de aquel pozo.
-Creo que tendremos que postergar las perforaciones-dijo el supervisor-. Si el calor sigue así, sería mejor continuar mañana.
Su voz parecía provenir desde muy lejos. Estaba agotado.
También la voz del secretario tenía ese aspecto desgastado, cansado.
-El bote no llevará a una isla-dijo-, y allí partiremos, en otro vehículo, hacia Inglaterra.
Una luna amarillenta pendía sobre las aguas del río. Algo estaba sucediendo. El sol en Texas, la luna sobre las aguas turbulentas que golpeaban las costas españolas. Sí, quizá el artefacto estaba funcionando, quizá estaba desarrollando su siniestro propósito frente a nuestros ojos y eso significaba que pronto acabaría el mundo. Pero algo quedará, según el profesor Krimson.
La luna, cada vez más amarilla. No había estrellas en el cielo, a pesar de que estaba despejado y apenas se insinuaba a lo lejos la silueta de una nube que agonizaba sobre las islas más lejanas. No, no había estrellas. ¿Habían desaparecido, o alguna clase de claridad no nos permitía verlas? El artefacto estaba increíblemente conectado a una remota estrella cuya explosión arrasaría con todo nuestro planeta; la controlaba, en cierto modo, y de la posición de las piezas que lo integraban dependía la existencia de esa estrella. Sonaba inverosímil, fantasioso, pero así lo había declarado Krimson en alguna de las hojas de esa pequeña libreta. Dos piezas que se movieran hacia arriba, tres hacia la derecha, una hacia la izquierda, cuatro hacia abajo, y la supernova resplandecería en el cielo ante los ojos de todos los seres vivos, las puertas del infierno se abrirían sobre nuestro planeta, todo el combustible nuclear del centro de la estrella ardería en el espacio y la presión liberada por el estallido arrasaría con todo a su paso, comunicando esa energía a todas las formas de vida terrestres, a los astros de los que éstas dependen y a las otras fuerzas que gobiernan nuestro mundo.
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El devorador de planetas y otras historias
Ciencia FicciónHistorias breves de ciencia ficción (Algunas historias están relacionadas entre sí, en forma secuencial o a través de Spin-offs, y forman un único relato, y otras no tienen ninguna conexión con esta trama general)