2

2 0 0
                                    

Cada una de esas esferas no sólo representa alguna destreza biológica, no sólo puede conferirla o fomentarla, sino que está vinculada a todas las formas de vida que ostentan esa destreza, y la sustenta. Interrumpir el comportamiento natural de esos elementos puede generar un desequilibrio en todo lo existente; someterlos a otro propósito, como pretendía aquel mago o los líderes del ejército al cual nos enfrentamos, resultaría catastrófico para la vida en general. Inmovilizarlas, no permitirles ejercer sus lentas y precisas acrobacias aéreas, dejaría a todos los seres vivos prácticamente sin acceso al pensamiento, a la energía que cualquier actividad física requiere, al auxilio de los dioses (o del único Dios, según las creencias de cada uno), porque ese privilegio es posible mientras las esferas se encuentren en movimiento, ejerciendo su particular generosidad.

Pero, aun así, según los sabios del sur y otros investigadores, nuestro mundo no es perfecto porque debería haber una cuarta esfera participando también de ese movimiento conjunto. Vivimos gracias a un precario equilibrio que sólo nos permite eso, vivir. Nuestra vida sería más extraordinaria, más justa y digna de ser experimentada, si esa cuarta esfera también interactuara con las otras.

Esa esfera falta, siempre ha faltado, o al menos desde hace mucho tiempo.

Alguien pudo haberla robado, pero también es posible que se haya alejado de las otras por propia voluntad, porque, como el propio mago me dijo en aquella ocasión, si estos elementos están dotados de cierta consciencia, de cierto tipo de pensamiento, por eso mismo pueden adquirir un comportamiento errático, sin una justificación clara, o incluso enloquecer.

Cuando el mago se presentó ante nosotros para avisarnos que alguien más había descubierto el sitio en el que las esferas estaban escondidas, y que venían a usurparlas, no nos mintió en ningún momento cuando nos habló de ellas y de su naturaleza, pero nos utilizó para detener a los invasores de manera que él pueda llevar a cabo sus intenciones sin inconvenientes. Mientras ambos bandos se distraían en la refriega, él pudo apropiarse de ellas sin que ninguno de los que estábamos peleando allí lo advirtiésemos, hasta que alguien lo vio huyendo en dirección a las zonas occidentales.

Tampoco en su reducto intentó engañarme, ni menospreció las poderosas cualidades de su botín, aunque, obviamente, se negaba a desprenderse de él. Las esferas estaban inmóviles, en un rincón penumbroso de la guarida, brillando con esa claridad lunar y gélida que las caracteriza. El mago me dijo que estaban ya bajo sus órdenes, que yo no conseguiría sacarlas de allí, hasta que empezaron a levitar y ensayar en el aire sus típicos movimientos. El mago las observaba perplejo, aterrado. ¿Qué había sucedido? ¿Qué otra voluntad había ingresado en ellas y las regía? ¿O nunca estuvieron realmente sometidas a los conjuros del mago por y hasta ese momento sólo habían estado fingiendo o permitiendo ese supuesto sometimiento? Después de todo, el mago las llevaría a otro escondite, y quienes las perseguían se exterminarían entre ellos. Quizá se sintieron, durante un cierto tiempo, a salvo en esas verdosas y huesudas manos. Quizá les convenía que aquella criatura repulsiva las traslade a otro lugar, a las tierras occidentales, donde no nos está permitido ingresar, y las preserve en ese ambiente cavernoso.

Yo no podía moverme. El mago me había apresado con una soga invisible que se distendió cuando el horror invadió su alma, permitiéndome así escapar antes de que él pueda atar mis piernas y mis brazos nuevamente.

Escapé, y llegué, como ya he referido, nuevamente al escenario de aquella batalla, donde sólo encontré ese cuerpo flotando en el río.

Nada más, un solo cuerpo, donde muchos habían muerto, y el de un soldado que ni siquiera pertenecía a ninguno de los dos ejércitos que allí se habían enfrentado. 

El devorador de planetas y otras historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora