Capítulo 7

91 7 5
                                    


-Sabe-le había dicho Freeman mientras escalaban la montaña-, si logramos desactivar la máquina, quedaremos atrapados en el Universo en el que esa máquina está. Todos los caminos hacia otros Universos se cerrarán.

-¿Cómo sabe?-preguntó Greg- ¿Cómo sabe lo de la máquina, el volcán, el científico de Nuremberg?

-Por un colaborador de Bauer-respondió Freeman-.Él vino al centro de entrenamiento, en Cleveland, pidiéndome ayuda. Llegó a nuestra época a través de uno de esos pasajes, y me buscó, y me explicó lo que había sucedido, y la necesidad de detener el proyecto. Era posible que ocurra en la tierra lo que ocurrió en Marte, me dijo. Sabe, ya estamos en esa época de la cual nos separaban 70.000 años.Quiero decir, ya no estamos en el siglo XXI, porque esta montaña que estamos escalando no está en ese siglo. Bien, sabe, como le decía antes, Marte, en esta época en la que estamos ahora, fue colonizado, y millones de humanos vivían allí; millones de seres humanos que fueron arrasados por una legión de dinosaurios, y otras clases de seres prehistóricos, como esa lechuza que está sobrevolándonos. El ayudante de Bauer, como le dije, me advirtió que eso ocurriría en nuestro planeta, en nuestra dimensión espacio-temporal, entonces organicé yo el Escuadrón Mayor que se enfrentó a esas monstruosidades, y el cual, tras mi renuncia, sería dirigido por Mark Dallman, teniente del Observatorio Federal de la Nasa. Pero mi objetivo era, sabe, ante todo, llegar a este lugar: la cima de esta montaña, ya que nos resultaría imposible detener todas las intrusiones de otros Universos en el nuestro. Debemos erradicar el problema en su totalidad. Si es que podemos hacerlo, porque, sabe, sólo el hombre que construyó esa máquina conoce con precisión su funcionamiento.

-Entiendo, claro- dijo Greg, mientras la milenaria ave planeaba sobre sus cabezas, y se acercaba a ellos, gradualmente-. Pero, ¿por qué ese colaborador fue a buscarlo a usted? ¿De dónde lo conocía?

Pero Freeman no respondió, porque de repente se detuvo, y luego se inclinó, levemente. La mochila le pesaba, o parecía estar buscando algo que se le había caído.

-Subamos más rápido, coronel- dijo Greg- .Ese animal no me gusta.

-No se preocupe-dijo Freeman-. Se alimenta de roedores y pequeñas aves. Sabe, no nos hará daño.

Había una misteriosa neblina que flotaba alrededor de la montaña, como si la realidad que se desintegró frente a ellos todavía estuviera humeando, desde algún lugar de ese paisaje desolador, reducida a un escombro candente.

-Se habrá sentido oprimido- dijo Freeman, como si pensara en voz alta-. Sabe, a veces uno siente que no puede salir de ciertas situaciones.

-¿De quien habla?-preguntó Greg.

-De Bauer- dijo Freeman-. Sabe, su ayudante no quiso hablarme mucho sobre ese tema, pero allá, en Nuremberg, estaba acorralado. Él sabía que cometería una locura, pero su necesidad de escapar de toda esa situación social y familiar, incluso económica, lo impulsó a seguir con esa idea descabellada. Sabe, por otro lado, me dijo también que la erupción del volcán fue tan intensa que modificó la órbita de traslación de la Tierra, alejándola del sol, por lo que, sabe, si se fija bien, el cielo tiene ese color amarillento, decaído, ya que la luz solar llega agónicamente hasta nosotros. Incluso, sabe, la onda expansiva de la erupción impactó contra el propio cerebro del científico. Le produjo una anomalía léxica, que nunca pudo superar: continuamente al hablar repetía una palabra, y solía olvidarse de lo que decía, por lo que también repetía afirmaciones o ideas constantemente. Incluso llegó a olvidarse de él mismo, de que él era Bauer. Hablaba de sí mismo como si fuera otra persona. Había olvidado todo lo que ocurrió antes de la erupción, según me comentó este colaborador. Y un día, como ya le dije antes, Bauer desapareció, a través de uno de esos pasajes que su propia invención abrió. Sí, sabe, debió haber estado desesperado, porque él sabía, antes de ponerla en funcionamiento, que la máquina se comportaría de este modo; que su imparable sed de trazar senderos hacia Universos paralelos sería ilimitada, y que multitudes ingentes de épocas y lugares iban a encontrarse, una y otra vez, como ejércitos que se destruirían mutuamente.

Entonces Freeman volvió a detenerse bruscamente. Había pisado algo. Se quedó quieto, expectante, observando nuevamente el territorio sobre el cual estaba parado. Era simplemente una roca, pero, en el ámbito siniestro y anormal en el que se estaban moviendo, el más leve contacto con algo desconocido podía resultar escalofriante.

-Maldición-dijo Freeman-, casi resbalo. Sabe, está muy empinado aquí.

Era increíble: desde la ciudad de Nueva York podían ver la montaña, pero desde la montaña no se veía la ciudad de Nueva York, sino un paisaje casi totalmente desértico, sombrío, semejante al escenario que puede dejar la explosión de una bomba atómica.

Freeman se quedó allí, parado, durante unos segundos, pero Greg siguió subiendo. Sus manos se hundían en la superficie quebradiza y negra que recorría la inmensidad de esa montaña como una cáscara podrida que estuviera a punto de desprenderse. Sintió asco, confusión, y un temor que lo paralizó, pero, para que ese penoso trayecto hacia la cima termine de una vez, siguió subiendo, con mayor velocidad y persistencia, mientras la cabeza del coronel Freeman rodaba por la oscura ladera.

El devorador de planetas y otras historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora