-Murió- dijo Warren de repente.
-¿Estás seguro?-le pregunté.
-Sí-respondió-, estoy seguro.
Sin embargo, seguía moviéndose. Su cola se retorcía y se enrollaba, formando momentáneamente una espiral y luego se desplegaba otra vez.
-Dispárale de nuevo- dije-. Dispárale otra vez.
Obviamente, no lo hizo. Porque lo decía yo, el idiota, el que vivía fabulando, inventando monstruosidades que se escapaban de los laboratorios de los alienígenas, y que ni ellos mismos podían controlar. Pero hay algo que nadie podrá discutirme nunca: existen creaciones que ellos mismos no pueden controlar, que han burlado sus inteligencias, que andan por el Universo a su antojo y nadie sabe cómo detenerlas, cómo matarlas.
-Dispárale otra vez, en la cabeza-insistí.
Pero Warren ni se movió.
No sé qué clase de animal o insecto era. Obviamente, no pertenecía al planeta Tierra, ni siquiera, quizá, al sistema solar. Y esa cola de roedor recubierta por una vellosidad oscura me causaba repugnancia, principalmente porque había adquirido una inexplicable vida propia desde que el cuerpo al que pertenecía dejó de respirar.
-No es necesario-dijo Warren-. No es bueno gastar municiones. Seguramente hay otros como éste en algún rincón de esas barrancas. Ya está muerto. Algunas partes del cuerpo pueden seguir moviéndose por una distensión muscular bastante frecuente en esta clase de criaturas. Vamos, hay que detener al resto de la manada antes de que se organicen nuevamente. El rayo los dispersó, y tal vez mató a varios de ellos, pero no a todos. Muchos escaparon hacia las poblaciones cercanas.
La lluvia continuaba cayendo, pero ahora con menor intensidad. El cielo centelleaba, y acaso podía lanzar otro rayo hacia la Tierra en cualquier momento.
La peluda y repugnante cola se retorcía en el suelo mojado. Yo no soportaba más su presencia, por lo que tomé el cuchillo y se lo clavé, separándola del resto del cuerpo. La cola dio un salto y luego se arrastró, como una serpiente, hacia la vegetación que nos circundaba.
Cuando la lluvia menguó casi por completo, pude ver aquella ave negra sobrevolándonos, en el cielo grisáceo de aquella noche. Siempre se dijo que ese cuervo tenía una misión, que había sido entrenado para proteger a los pocos seres humanos que quedaban en el planeta tierra, y que su entrenador había muerto o desaparecido y desde entonces vagaba como un alma en pena ejerciendo casi por costumbre o por una profunda convicción su solidaria tarea. No lo sé. Tal vez nos vigilaba para intervenir en caso de que volviéramos a ser atacados. Pero luego de unas horas desapareció, tal vez porque el peligro que nos acechaba había cesado, y nunca más volví a verlo.
Tampoco he vuelto a ver a Warren después de aquella noche, ya que le asignaron la misión 172, y a mí, en cambio, la 187, cuyo objetivo es un planetoide que yace detrás de la constelación de Pyxis.
Posiblemente nunca más volvamos a encontrarnos.
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El devorador de planetas y otras historias
Science FictionHistorias breves de ciencia ficción (Algunas historias están relacionadas entre sí, en forma secuencial o a través de Spin-offs, y forman un único relato, y otras no tienen ninguna conexión con esta trama general)