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Me impresionaron las manos. Eran muy pequeñas. Verdosas, también, como el resto de sus cuerpos, pero más que el color me llamó la atención su tamaño. Esto les confería a esos individuos un aspecto casi insectoide.

Ver las manos de un niño (más aun, las de un bebé) en el cuerpo de un adulto es escalofriante. Y, lamentablemente, tuve que convivir con esta sensación durante un largo tiempo porque el tren viajaba con bastante lentitud, tardando media hora en pasar de la localidad de Jeffer a la estación de trenes del siguiente pueblo, cuyo nombre no recuerdo.

Claro que, obviamente, nunca me imaginé que iba a tener que compartir el viaje con esos seres provenientes de otros planetas, de otras galaxias quizá. Si bien se mantenían en silencio, mirando fijamente hacia el vacío del pasillo que separaba sus asientos de la fila de asientos en la que yo estaba sentando, como si existiera una línea divisoria, tácita, coercitiva, entre los humanos y los extraterrestres, que atravesaba el pasillo no sin cierta malignidad. Porque, después de todo, esas criaturas no eran agresivas. Me causaban repulsión, es cierto, pero ni sus rostros (un tanto ovalados), ni sus piernas, me provocaban esa sensación. El problema eran las manos.

¿De dónde vendrían, o a dónde irían?

Era extraño que, seres de otros mundos, hayan escogido ese tren para viajar, el mismo tren que usábamos nosotros, meros empleados de una fábrica terrestre, para regresar a nuestros hogares, donde pasaríamos sólo un par de días, para luego abordar el vehículo con el que se llevaría a cabo la misión 160. Pero ellos parecían tranquilos, como si estuvieran en un ambiente cotidiano y natural para ellos. Excepto cuando el tren comenzó a cruzar la zona boscosa cercana a Seat Hills, donde abundan los álamos. Entonces, el interior del tren se oscureció, como si hubiese anochecido de repente ( eran las cuatro de la tarde), lo cual, creo, se debió a la profusión de árboles por la que nos encontramos rodeados súbitamente. Árboles tan altos que seguramente habían eclipsado al sol.

Entonces aquellos individuos empezaron a moverse nerviosamente, mirándose entre sí. Dos de ellos se rascaban el brazo, casi con terror. Yo me preguntaba si la oscuridad los había inquietado de ese modo, o la presencia de esos árboles cuyos frutos son cápsulas que, al madurar, liberan semillas que se encuentran cubiertas de pelos muy suaves, totalmente inofensivos para el ser humano, pero que a ciertas especies de otros planetas les puede resultar molesto, incluso llevarlas a experimentar ciertas reacciones alérgicas, lo cual explicaría que algunos de ellos se estuvieran rascando.

En la oscuridad, y en ese ambiente sobresaltado y nervioso, comencé a sentir verdadero terror. Sentí que esos seres estaban conteniendo un sentimiento que podía estallar en cualquier momento, mientras sus ojos grandes y absortos contemplaban el desfile de esas figuras gigantescas que no dejaban de pasar, una tras otra, frente a las ventanillas del vagón, balanceando sus pesadas copas en la brisa de aquel verano, y que acaso les hacían recordar a esa raza de seres altos y delgados que alguna vez gobernaron el planeta Venus, sometiendo a sus habitantes originales.

¿Provenían estos seres de aquel planeta? Posiblemente sí, porque siempre se supo que la característica más llamativa de los habitantes de Venus era el tamaño de sus manos, y tal vez ahora se estaban sintiendo acechados nuevamente por sus antiguos enemigos, aquellos por los que debieron abandonar su planeta para siempre.

Pero eran sólo conjeturas y, cuando el tren salió finalmente de esa zona boscosa, ingresando al siguiente pueblo, donde los árboles fueron sustituidos por un grupo de casas bajas y pálidas, la calma regresó al vagón que aquellos seres ocupaban, y se mantuvo, por lo menos, hasta la estación en la que yo finalmente descendí y desde donde vi, por última vez, a ese tren alejarse a través de un conjunto de edificaciones antiguas.

Lo cierto es que, afortunadamente, no eran los alienígenas. Era muy evidente que pertenecían a una raza inferior, inocua, y que ni siquiera había razones para temer que pudieran delatarnos.

El devorador de planetas y otras historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora