Uno de los cambios que advertí en mi vida desde que me colocaron el amuleto, fue la variación, bastante alarmante, de mi ritmo cardíaco. Una pausa de 6 o 7 segundos separaba cada uno de mis latidos, e incluso en cierta ocasión esa pausa se dilató, alcanzando una duración de 10 segundos que me resultaron casi interminables y durante los cuales temí que mi corazón no reanude nunca más su actividad habitual.
El amuleto, según creo haberlo indicado en otro capítulo, era frío, pero, además, yo sentía que esa frialdad se extendía hasta mi corazón, apoderándose de él, reteniendo sus movimientos. Era como si ese objeto no quisiera que yo viviese.
Otro hecho que comenzó a repetirse en esa oscuridad que me circundaba, fue la aparición de una tenue claridad amarillenta, que no me servía para ver el rostro de los ocupantes que a veces se acercaban a mí, ni tampoco el lugar en el que yo me encontraba. Era como una mancha, borroneada en las tinieblas, que simplemente molestaba allí, como una mosca. Pero yo pensaba que podía tratarse de un indicio de esa claridad que, según me había dicho un ocupante, rescataría mis ojos de esa ceguera cotidiana.
Yo recordaba que, cuando vi el Vórtice desde aquel planeta que absorbió, irradiaba, en medio de su turbulenta negrura, esa coloración que se destacaba de una forma repentina y muy breve, como un relámpago amarillo.
Pero esa mezquina claridad que yo veía en el interior del Vórtice, no aumentaba. Se limitaba a estar allí, flotando, y a veces se desvanecía casi por completo.
Le pregunté en una ocasión a uno de los ocupantes cuándo podría ver su rostro, y él me dijo, secamente:
-Si quiere luz vaya al borde.
Yo no quería moverme mucho en ese ámbito. Extrañamente, comencé a sentirme seguro dentro de esa cámara, o cuando estaba cerca de ella. Además, como también ya indiqué, me costaba caminar, porque no sólo debía hacerlo lateralmente, sino que era conveniente no separar los pies del suelo. Ellos, los ocupantes, a veces también se desplazaban así, sin producir el típico sonido sucesivo de pasos, lo cual asocié yo con mi novedosa situación cardíaca y eso me llevó a pensar que el ambiente en el que me encontraba quería excluir lo sucesivo; negar, por decirlo de algún modo, el tiempo, o por lo menos su evidencia.
Y eso lo notaba también en los ocupantes. A veces montaban escenas un tanto ridículas que revelaban esa intención. Por ejemplo, si uno de ellos terminaba de limpiar el centro del Vórtice y alguien le preguntaba si lo había hecho, respondía que todavía no porque había estado muy ocupado con la organización de los tanques de oxígeno, con lo cual se establecía que ese hecho aún no había ocurrido. También era frecuente que alguien anunciara la presencia de los advenedizos y la necesidad de ubicarlos en los diferentes compartimientos del Vórtice (tarea que ya había sido ejecutada), como si la absorción hubiera ocurrido recientemente. Y a veces incluso ni siquiera consideraban que haya ocurrido, razón por la cual no me hablaran, o no hablaran de mí. Fingían que yo no estaba, que yo aún no había llegado a su comunidad, y si yo mencionaba algunos de los hechos que habíamos vivido en ese ambiente que nos reunía, ellos afirmaban que no recordaban esos hechos, o que yo los confundía con otras personas.
La oscuridad, y el hecho de que las voces de los ocupantes se parecían tanto entre sí, me impedían identificar a quien yo había considerado mi interlocutor habitual, o a la persona que me habló en el borde del Vórtice. Era posible que yo haya aplicado ese término a personas diferentes. Y, de cualquier modo, nadie se hacía cargo de esas palabras, y nadie recordaba haber conversado conmigo alguna vez, hasta que arbitrariamente los hechos que se negaban regresaban a esa inestable línea temporal, aunque volvían a ser negados, nuevamente, más adelante. Por lo que muy pocas veces podía entablar un diálogo más o menos coherente con alguno de los ocupantes.
Sus voces eran tan parecidas que yo no sabía si estaban conversando o era una sola persona que hablaba consigo misma, salvo cuando las voces se superponían. Además de que, dado que se desplazaban casi arrastrando los pies, rara vez se escuchaban pasos que pudieran demostrar que había varias personas en esa oscuridad.
Pero no sabía cómo considerar estos pensamientos míos, que acaso no eran el resultado de un correcto proceso reflexivo, sino de la tensión que en mí provocaban el encierro y la oscuridad, y la presencia, esporádica, divagante, de esos desconocidos que me acompañaban, invisibles en las tinieblas. Incluso una vez, cuando estos pensamientos me llevaron a la desesperación, intenté arrancarme el amuleto, pero no pude hacerlo. Esa helada e intangible mano que ingresaba a través de mi pecho estaba como aferrada a mi corazón, envolviéndolo con siniestra ternura, hermanada con él a través de un apego casi maligno, y por más que lo intenté no pude alejar, ni siquiera unos centímetros, ese amuleto de mi pecho.
Estaba atrapado, no sabía exactamente en qué, ni por qué, pero comprendí que ya no me resultaría posible escapar de ese lugar.
La mancha siguió estando allí, sin crecer, sin convertirse nunca en la luminosidad que me habían prometido. Los ocupantes conversaban entre ellos, y se acercaban a mí, frecuentemente, para colocarme la máscara o el suero que, supongo, me mantenía vivo, pero casi no me hablaban.
Nunca supe cuál era exactamente mi tarea en ese ámbito, pero, supongo, en algún momento, en algún rincón de ese vasto territorio, la realizaba, sin saberlo, gobernado por el poder del amuleto.
-Queríamos crear un ser superior a todos los seres-dijo de pronto una voz en la oscuridad-, para conquistar el planeta tierra. Pero no pudimos controlar nuestra invención. Cuando sobrevino la catástrofe, algunos escaparon con sus naves hacia islas remotas. Otros, nos perdimos en el espacio exterior, donde fuimos absorbidos por el Vórtice. Muchos, también, no sobrevivieron, pero Gúdo no sólo sobrevivió sino que se erigió en máxima autoridad del ejército que se enfrentaría a la bestia. Atemorizaba a sus subordinados, les hacía creer en supersticiones, en el poder de elementos triviales. Los vigilaba y planificaba trampas contra ellos, para mantenerlos dentro de los límites de su control. Su única ambición era capturar a la criatura que fue el resultado de una manipulación genética llevada a cabo en el centro mismo del planeta tierra, con instrumentos que ningún ser humano ha visto jamás, y quería capturarla para perpetrar, finalmente, el objetivo para el cual fue creada.
Súbitamente, la voz que me hablaba se sumergió en el silencio, lo cual me permitió oír un ruido de pies que se arrastraban. Luego, continuó diciendo:
-Mientras servimos al Vórtice, no recordamos nada de nuestra vida anterior, nada de lo que sucedió antes de que formáramos parte de este ambiente. Sólo durante cada cierto tiempo se nos conceden 15 minutos en los cuales recuperamos nuestra memoria y la clara visión de la serie de hechos que nos trajeron hasta aquí. Ese breve lapso de lucidez, que ahora estoy atravesando, es lo que me ha dado la oportunidad de comunicarle esta verdad. Dentro de un par de minutos, ya no recordaré nada de lo que le dije, pero usted todavía sí, porque el Vórtice aún no ha asimilado su conciencia completamente. El amuleto quizá lo esté debilitando, pero el proceso de apropiación es lento. El Vórtice, en general, es lento, en todo lo que hace.
Y luego de decir esto, se fue, acompañado por ese rumor de pasos que se arrastraban.
No sé quién era. Tal vez era alguien que me había hablado también en alguna otra ocasión, con quien incluso quizá he conversado alguna vez. Pero nada puedo afirmar respecto a él. Era uno más, uno entre tantos rumores que merodeaban en la oscuridad.
(Texto anónimo, hallado junto a los informes firmados por Marco H. Ford)
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El devorador de planetas y otras historias
Science FictionHistorias breves de ciencia ficción (Algunas historias están relacionadas entre sí, en forma secuencial o a través de Spin-offs, y forman un único relato, y otras no tienen ninguna conexión con esta trama general)