14

4 0 0
                                    

Registro de misiones 2


MISIÓN 143

Los surcos se extendían indefinidamente sobre la superficie polvorienta : eran dos líneas que mantenían, a lo largo de su extensión, cierto paralelismo, por lo que se podía sospechar que se trataba de la huella dejada por un único vehículo, pero también podrían ser dos.

- Son rastreadores- dijo Edgar-. Nos están buscando. Cuando encuentran a uno de nosotros, les disparan en la cabeza. Saben que con un solo disparo que atraviese nuestro cerebro pueden matarnos. Sus superiores consideran que no vale la pena gastar más de un proyectil en seres unicerebrales como nosotros. Tienen enemigos más astutos, más poderosos. Además, por eso envían a estos mercenarios de segunda mano, alimañas que se arrastran por estos páramos con un solo punto de apoyo que tiene forma semicircular, impulsados por una constante emisión de aire que surge del orificio que tienen a sus espaldas, y también poseen unas aletas, que no les sirven para volar, sino sólo para mantener el equilibrio mientras se desplazan. Seres horribles, débiles. Sólo sirven para delatar a otros seres. Casi nunca logran capturarnos o matarnos, aunque a veces lo logran, pero por lo general son otros los que se encargan de esto una vez que los rastreadores les avisan, a través de ese silbido particular que tienen, que nos han localizado. Así que doblemos. Vayamos en dirección a los árboles. Allí no pueden moverse con tanta agilidad. Sólo se desplazan en territorios llanos y desprovistos de vegetación.


MISIÓN 150

Estaba observándome. Su cuello era muy delgado y extenso, y era de color verde, y su cabeza, ovalada, también verde, en la que había solamente dos ojos, ascendía lentamente en el silencio y la quietud de aquella tarde. ¿Era una planta? Posiblemente. Tenía todas las características de una planta, pero yo nunca había visto algo semejante. Sus pupilas se movían nerviosamente : me observaba, pero también examinaba su entorno como si temiera que en cualquier momento sucediese algo. Estaba nerviosa. Recordé que, en una de las misiones, uno de los astronautas comentó que había visitado un planeta en el que las plantas los observaban, y pensé que podía tratarse del planeta en el cual ahora me encontraba. Además, estaba enterrada en el suelo, como una planta, y en su cuerpo, semejante a un tallo, a veces sobresalía algo que tenía la forma de una hoja. Lo único realmente anormal en ella eran esos ojos, rojizos, con una pupila muy negra que se movía de un lado al otro, como si presintiera algo, o viera algo que yo no lograba ver. Aunque en el aire se dibujaba, a veces, una tenue figura, muy breve, y luego desaparecía, algo muy frecuente en ese planeta cuya espesa atmósfera adquiría a veces una tenue visibilidad, pero yo no lograba asociar esa forma con la de un animal o un ser humano, o un vegetal. Era una silueta grisácea que se desplazaba hacia arriba como una fugaz racha de humo, inofensiva, apenas perceptible.

Yo creo que aquella planta estaba viendo o esperando otra cosa. Algo más peligroso, más temible, que estaba punto de aparecer ante nosotros, si es que, de alguna manera, ya no estaba allí.

Por el momento, estoy intentando reparar la nave. Ahora me he alejado un poco de la criatura, pero ella sigue observando su entorno con nerviosismo, con una expectativa casi aterradora, aunque nada importante sucede, al menos nada de lo que yo sea consciente conscientes.

Y aunque nada suceda, no puedo decir que no esté asustado. Principalmente, porque estoy solo. Imhotep se ha quedado en la Tierra, luchando contra quién sabe qué clase de monstruosidades, acaso buscándome entre los vestigios de nuestra civilización, si es que está vivo.

Pero yo no pude seguir buscándolo. Todo ha sucedido muy rápido. La batalla, el viaje. Ni siquiera pude evaluar detenidamente el riesgo de aceptar la misión que se me había asignado. Ni siquiera tuve tiempo de averiguar hacia dónde me estaban enviando.

El devorador de planetas y otras historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora