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CHOI.
Me quedé mirando fijamente el rótulo del timbre. Con la cabeza ladeada, levanté un dedo para pulsar el botón pero me detuve en el último segundo y bajé la mano de nuevo. Apreté los labios y los puños mientras repasaba mentalmente todo lo que había ocurrido durante los últimos días.

Las riñas con mis padres habían quedado atrás, a casi dos mil kilómetros de distancia, tras un trayecto en coche de veinte horas. Había pasado las noches que habían transcurrido desde que había llegado a Seúl en un Airbnb decrépito. Y aunque durante las primeras horas había estado a punto de recoger mis cosas para dejarlo todo y regresar con mis padres, dos días después ya lo veía más claro. Porque al fin y al cabo lo había conseguido. Estaba allí y eso era lo que contaba.

Sin embargo, las cosas habían empezado de un modo muy distinto del que yo había imaginado. Por supuesto, antes de llegar había buscado en internet cómo era el entorno que encontraría, de manera que ya estaba familiarizado con los grandes rascacielos y bulliosas calles de Seúl, y sobre todo, con el campus universitario. El día anterior había asistido al acto de inauguración del primer semestre, y justo después había empezado con las visitas concertadas para encontrar piso. Sin embargo, las gestiones previas demostraron no servir para nada, porque  me llevé un chasco tras otro. Eso sí, por fin estaba en Seúl.

Libertad.

Esa idea tan simple había sido el único pensamiento capaz de ayudarme a seguir adelante durante los instantes de duda. Por fin podría empezar a construir mi propia vida, por fin podría hacer lo que quisiera, tomar mis propias decisiones. Mis primeros diecinueve años de vida habían estado plagados de restricciones. En ocasiones me había sentido como un pájaro al que solo le permiten salir de la jaula un ratito cada día para revolotear un poco. Porque en cierto modo no hacía más que revolotear: siempre preocupado por ofrecer el mejor aspecto durante las fiestas, sonriendo con cordialidad a personas a las que no conocía y manteniendo conversaciones banales con ellas. En ese campo, había demostrado ser un verdadero artista. O un pajarillo bastante dócil.

La apariencia siempre había sido lo más importante para mis padres. Siempre se aseguraban de que llevara el peinado impecable, de que me vistiera de ropa de diseñador y de que exhibiera una sonrisa radiante en cualquier situación, hasta el punto de haber aprendido a activarla como quien pulsa un botón. Siempre había tenido que ser perfecto, al menos por fuera. Por eso la primera medida que había tomado nada más convertirme en universitario  (además de preparar unas cuantas cosas de mis cosas) había sido acercarme a la peluquería más cercana y pedir que me toleran el pelo. Salí de allí con el pelo completamente negro. Por primera vez desde hacía muchos años, lucía como yo quería, algo que mi madre despreciaba.

Durante años había llevado cada cuatro semanas a un salón de belleza elitista, de esos en los que te miran de reojo si te desvías siquiera medio centímetro del modelo que ellos consideran adecuado. Insistía en teñirme el pelo de color rubio miel para destacar tanto como fuera posible mi tonalidad de ojos marrones. Ya desde muy pequeño había aprendido a levantarme muy temprano por la mañana para poder donar mi pelo con la plancha, de manera que en el momento de salir a la calle tuviera el rostro enmarcado por un pelo sedoso que poco tenía que ver con su verdadera naturaleza. Todo eso se había acabado, por fin. Nadie, y mucho menos mi madre, volvería a decidir por mí la forma o el color de mi pelo.
Cada vez que notaba las cosquillas que me hacía las puntas de mis cabellos, recordaba la conquista de aquel pequeño fragmento de libertad. El cambio de peinado había sido un primer paso en esa dirección, y aunque pueda sonar ridículo, la verdad es que gracias a eso me sentía una persona totalmente nueva.

Sea como fuera, lo cierto es que cambiarme el peinado no me había servido para encontrar alojamiento. Ni siquiera había solicitado plaza en la residencia universitaria porque no me apetecía despertarme un día en mi cuarto y encontrarme a mí madre examinándolo todo con desprecio. Solamente para evitar esa posibilidad había preferido buscar una habitación en un piso compartido en la zona que rodeaba el campus universitario. Tenía la esperanza de que al menos allí no me encontraría tan fácilmente. Aún así, lo cierto es que eso me complicó también las cosas, como pide comprobar durante el primer día y medio.

Empezar (Woosan)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora