12

149 20 2
                                    

Me sentí cómo si unas zarpas heladas me hubieran agarrado por el cuello. Las rodillas me temblaban y se me paró el corazón.
No podía respirar.
Entonces me aparté de la puerta y apoyé la espalda en el perchero de la entrada.

— ¡¿Woo!?— gritó San, inclinándose hacia la izquierda del sofá para intentar verme desde la sala de estar.

Me lo quedé mirando con unos ojos como platos y negué con la cabeza energéticamente.

— ¿Qué te pasa?— preguntó levantando todavía más la voz.

Reaccioné de inmediato mirando a mi alrededor. Puesto que durante el resto del día no había previsto hacer nada más aparte de holgazanear en el sofá y ver la televisión, ya me había quitado los vaqueros ceñidos y los había cambiado por unos pantalones de chándal mucho más cómodos. Arriba llevaba una camiseta de la universidad de Seúl que me quedaba un par de tallas demasiado grande. Lo más probable es que tuviera un aspecto horroroso. Por no hablar de mi pelo. En ese estado no podía abrir la puerta de ningún modo.
San se había acercado a mí con pocos pasos y me miró con la frente fruncida antes de echar un vistazo por la mirilla. Me di cuenta vagamente de que mi suerte estaba en sus manos, pero ni siquiera eso me motivó a moverme ni un solo milímetro.
El timbre de la puerta volvió a sonar tres veces seguidas.

— ¿Quién es?— preguntó San, levantando las cejas.
— Mi madre— susurré con la esperanza de que me comprendiera.
— ¡Wooyoung!

La voz llegó amortiguada desde el otro lado de la puerta, seguida de unos golpes enérgicos. Entonces sí que se me detuvo el corazón de verdad. San tendría que llamar a una ambulancia para que vinieran a reanimarme.

— ¡Jung Wooyoung, sé perfectamente que estás ahí! He conseguido la ubicación de tú teléfono móvil.

Empezaron a temblarme los dedos y me alisé la camiseta una y otra vez para intentar disimularlo. San se plantó frente a mí y me agarró por los hombros. Los ojos se le ensombrecieron mientras miraba mi rostro con intensidad. Aunque se notaba que no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, con la mirada me dio a entender que estaba dispuesto a ayudarme.

— Tranquilo. Ve a cambiarte de ropa y tómatelo con calma— dijo animoso—. Yo le ofreceré una taza de café o algo por el estilo.

Totalmente incapaz de hablar, me limité a asentir una y otra vez, pero sin moverme del sitio.

— Creo que sería mejor que fueras a tu habitación para cambiarte, Woo— repitió, empujándome con suavidad por el pasillo.

Las piernas me pesaban tanto que parecía que las tuviera de plomo. Cuando por fin entré en mi cuarto, cerré la puerta detrás de mí y me fijé en mi escritorio: aunque no lo tenía muy caótico, tampoco alcanzaba el listón que solía exigir mi madre respecto al orden. Tenía la ropa que me había puesto ese día sobre el respaldo de la silla, y esa mañana no me había hecho la cama.
Observé la habitación con los ojos de mi madre y me vinieron arcadas. Le parecería todo fatal, de eso estaba seguro, y no tendría escrúpulos de decírmelo a la cara.
Furioso, me quité los pantalones del chándal y enfundé mis piernas en unos vaqueros. Había llegado hasta allí y me había adaptado bien. ¡No era justo que me atacara de ese modo!
Oí voces en el pasillo, pero sin llegar a descifrar lo que decían. Cómo sumido en un trance, saqué una camisa del armario que no me había puesto desde que había llegado a Seúl.
Ya estaba revolviendo los cajones buscando las planchas del pelo cuando me detuve en seco.
No.
No pensaba disfrazarme.
Lancé una mirada al espejo. No tenía el pelo tan mal. Sin embargo, el tinte casi había desaparecido, aunque yo lo atribuía sobre todo al hecho de que se me ondulaba de forma más natural que antes, cuando lo llevabs rubio. De repente se apoderó de mí una calma insólita.
Me sentiría mejor si me comportaba tal como era y no le concedía la satisfacción de convertirme de nuevo en el chiquillo de antes mientras estuviera en su presencia. Sin vacilar, me quité la camisa de nuevo y la guardé en el armario otra vez para ponerme la camiseta de la universidad.
Sólo me quedaba controlar los latidos de mi corazón, que palpitaba a aún ritmo desenfrenado. Tarde o temprano tendría que volver a enfrentarme a ella, daba igual si era en ese momento o al cabo de uno o dos meses.
Un sudor frío me recorrió la espalda y las manos empezaron a temblarme mientras abría la puerta de mi cuarto y dirigía mis pasos hacia la sala de estar. Mi madre estaba sentada de espaldas en un taburete alto, pero yo estaba demasiado nervioso para comprender sus palabras.

Empezar (Woosan)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora