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El vuelo duró tanto como el trayecto en coche de Seúl a Busan. Sin embargo, las dos horas y media del día anterior habían pasado en un abrir y cerrar de ojos, mientras que en el avión cada minuto se me hizo eterno. Dormir no era una opción, como tampoco lo era quedarme quieto en mi asiento. Habría dado lo que fuera para consumir toda aquella energía que bullía en mi interior, y, a poder ser, llorando. Sabía por experiencia que después de llorar me sentiría mucho mejor y tendría la cabeza más clara. Aun así, en las últimas horas había sido incapaz de notar mi cuerpo como de costumbre, hasta el punto de no poder tragar ni un sorbo del vaso de agua que me sirvió la azafata. Me ardía la garganta, me encontraba mal, y lo único que me ayudó en ese estado fue el olor de San que me envolvía. Hundí la cara hasta la nariz en la suave tela de la sudadera y tiré de las mangas para que me cubrieran las manos hasta la punta de los dedos, de manera que nadie pudiera ver lo mucho que temblaba.

Cuando por fin desembarcamos, me habría gustado salir corriendo, pero la cantidad de gente apiñada cerca de la salida me lo impidió. Al salir, miré a mi alrededor en busca de un taxi. No quería llamar a mi madre por miedo a que el estado de mi padre hubiera empeorado. En ese caso, prefería no enterarme por teléfono.

Por suerte, el taxista comprendió enseguida lo urgente que era mi visita. En las calles que rodeaban el aeropuerto había un atasco monumental, pero en cuanto logró escabullirse de él pisó el acelerador a fondo y en poco tiempo se plantó en la zona residencial de las afueras en la que vivían mis padres.

Durante el trayecto se me pasaron por la cabeza las cosas más disparatadas: el poco tiempo que se tardaba en salir de un estado y plantarte en otro, el olor del taxi (una mezcla de humo y cuero) o incluso el juego de Mario Kart. Mentalmente llegué a lanzar una piel de plátano en la trayectoria de un coche que no permitía avanzar, lo que acabó provocándome una risa histérica que seguro dejó al taxista desconcertado.

Sin embargo, estuvo bien saber que todavía era capaz de reírme.

Cuando el conductor por fin detuvo el coche en la calle amplia y majestuosa que quedaba frente a la mansión de mis padres, creí que estaba a punto de vomitar.

Le lancé el dinero sobre el regazo, literalmente, y salté del coche. Recogí la bolsa del maletero yo mismo y luego eché a correr hacia la puerta por el camino de acceso. No me fijé ni en la imponente fachada, ni en las fuentes del jardín, ni en las cámaras de seguridad. Lo que sí hice fue llamar al timbre y golpear la puerta con la mano, todo al mismo tiempo.

A continuación, oí cómo alguien se acercaba malhumorado a la puerta, que no tardó en abrirse.

— ¿Wooyoung?— preguntó mi padre sorprendido.

No podía creer lo que veían mis ojos. Me lo quedé mirando todavía con la respiración acelerada.

Tenía casi todo el pelo canoso y las entradas más profundas de lo que recordaba. Llevaba un traje gris que le quedaba perfecto y le daba un aspecto muy serio en combinación con la camisa blanca y la corbata oscura. Pocas veces lo había visto vestido de otro modo.

Antes de que pudiera refrenarme, le envolví la cintura con los brazos y hundí la cara en su pecho. Fue entonces cuando empezaron a brotar las lágrimas que había estado reprimiendo todo ese tiempo.

— ¡Estás bien!— exclamé sollozando contra su camisa. Seguramente se la llené de lágrimas.

Mi padre levantó los brazos y me acarició la espalda, pero era evidente que no comprendía nada de nada

— ¿Por qué no tendría que estar bien?

— ¿Y el accidente?— pregunté, apartándome de él para examinarlo de arriba abajo, buscando alguna herida. Me lo había imaginado inconsciente en una cama de hospital, con magulladuras en la cara y vendas en los brazos.

Empezar (Woosan)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora