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— Ni hablar— dijo San negando con la cabeza—. No entrarás en mi coche con eso.
— Vamos— exclamé con una mirada esperanzada que él rechazó arqueando las cejas.
— Que no.
— Hicimos un trato, San.

Se abrochó el cinturón y me miró con los ojos entornados. Yo me incliné un poco e intenté esbozar una sonrisa irresistible. Al parecer tendría que recurrir a todos mis encantos para conseguir lo que quería.

— Mira que hasta ahora me parecían perfectos tus gustos musicales— gruñó extendiendo la mano de una vez.

Solté un grito de alegría y le pasé un montón de CD de Ateez que había elegido para el viaje. Él puso los ojos en blanco y me los sostuvo para que pudiera subir al coche.

Faltaban a penas unas horas para que conociera a la madre de San. Necesitaba escuchar música que me levantara el ánimo. Nada de rock alternativo deprimente, lo que quería eran canciones que me invitaran a cantar y a bailar para olvidarme de los nervios. Y, para eso, no me cabía ninguna duda de que Ateez era perfecto.

Empezaron a sonar los primeros acordes de Utopía y comencé a tararear de inmediato. San, en cambio, se puso a hacer muecas de asco, como si aquella música supusiera una verdadera tortura para él. Menudo exagerado.

— No entiendo porque estoy tolerando esto— murmuró, y echó un vistazo al retrovisor antes de incorporarse a la carretera.
— Yo sí sé por qué— repliqué golpeando con los dedos el interior de la puerta mientras dejábamos atrás el piso que compartíamos.

Formaba parte del trato que habíamos hecho para que subiera al coche.

Cinco días antes, cuando San y yo regresamos a casa después de mi excursión improvisada, me puse de los nervios. A pesar de sus intentos para calmarme y de las veces que llegó a decirme que la invitación no era nada del otro mundo y que a su madre le encantaría conocerme, sus palabras no me tranquilizaron lo más mínimo. Todo lo contrario: mi cerebro pasó del modo "depresión" al de "ataque de nervios", y vacié mi armario en busca de la ropa adecuada para estar presentable durante una cena de Navidad. Llegó un momento en el que mi habitación parecía un verdadero campo de batalla y, en lugar de ayudarme, San se limitó a reírse de mi estado alterado entre tanta ropa tirada, por lo que me eché a llorar y le dije que por nada del mundo pensaba acompañarlo a casa de su madre.

Él se quejó de mis lloriqueos, pero terminó proponiéndome un trato: primero tenía que encargarme de la banda sonora para el trayecto de dos horas y media que teníamos por delante.

Del equipaje ya nos encargaríamos después.

Al final, todo había acabado bien gracias a su capacidad para organizarse y hacer las cosas por orden, de manera que al cabo de una hora no sólo habíamos preparado mi bolsa, sino también la suya.

Y en esos momentos nos dirigíamos a Busan por la autopista. De reojo, vi que él también seguía el ritmo de las canciones con los dedos, dando golpecitos sobre el volante, y me eché a reír sin poder evitarlo. San me lanzó una mirada con la frente fruncida antes de clavar los ojos de nuevo en la calzada.

— ¿Y ahora de qué te ríes?

Puse los ojos en blanco. Era evidente que aquella música tenía un efecto sobre él completamente opuesto a la alegría que me provocaba a mí.

— Creo que en realidad te gusta tanto como a mí.

San resopló con desdén.

— Las letras son malas, el sonido me horroriza y, como me obligues a escuchar una sola canción más en la que hablen sobre un mundo apocalíptico, lo más probable es que acabé vomitando.

Empezar (Woosan)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora