33: No soy tu hijo

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Jeongin vio con horror como Hyunjin caía desmayado al suelo

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Jeongin vio con horror como Hyunjin caía desmayado al suelo. Quería gritar, quería hacer pedazos al rey por aquello, pero el cuerpo no le respondía.

— ¿Qué me has hecho? — Murmuró entre dientes el tritón.

— Un veneno hecho para los tuyos, te quedarás ahí quieto por lo menos hasta que salga el sol, bestia marina. — Con un gesto del rey, los soldados que lo habían atrapado y envenenado por orden del hombre, lo ataron con grilletes de pies y manos, obligándolo a ponerse de rodillas. — Mucho mejor así.

— Maldito viejo... — Jeongin notaba como aquel veneno se extendía por todo su cuerpo, paralizándolo por completo, incluso su lengua estaba tan entumecida que ya no podía ni siquiera hablar.

Los guardias del rey lo tiraron al suelo junto al cuerpo inconsciente del pirata. Jeongin no pudo sonreir por el veneno, pero gritó en sus adentros al ver a su capitán escabullirse entre los arbustos en dirección al jardín, los estaban buscando.

— Suéltelo ahora mismo. — Félix había salido de repente de entre los arbustos del jardín, sin ser notado por el rey o por su guardia, colocando una daga sobre su cuello, susurrando mientras apretaba el metal de su arma contra la piel del monarca.

— Desatad a la bestia, aun quedan horas para que pueda moverse. — Félix chasqueó la lengua, frustrado, sabiendo que su plan de rescate iba a ser un poco más complicado de lo que había creído. — Has llegado hasta aquí, pero ya no puedes hacer nada más.

— Puedo cortarte el cuello — Murmuró el australiano entre dientes, tratando de no caer en su amenaza. — Soy un pirata, los piratas a veces matan.

— Eres mucho más que un simple pirata ¿O acaso tu madre nunca te dijo quién eras en verdad? — El chico sabía que el padre de Jisung estaba tratando de golpear en su punto débil. Su madre era un tema del que le costaba hablar incluso con su tripulación.

— Nunca la conocí, puedes decírmelo tu, ya veremos si te creo. — El rey notó el intento fallido del chico tras él de mantenerse firme, y sonrió ante su inocente farol, seguro de que había logrado tocar su punto débil.

— Porque tú, muchacho, eres mi hijo. — Declaró el hombre con tono grave y firme, con tanta seriedad que era imposible pensar en que pudiera estar mintiendo. Aquello sonaba ridículo, tan imposible como que los cerdos volasen o que las sirenas fueran reales.

Félix sintió como su mundo se tambaleaba, y perdió suficiente fuerza en la daga que estaba sobre el cuello del monarca como para que el hombre pudiera darse la vuelta para mirarlo a los ojos.

— ¿Qué locuras dices? — Murmuró entre dientes, mareado, en algún punto entre la confusión y la furia.

— Conocí a tu madre en uno de mis viajes a Australia, cuando los Bang me invitaron a una fiesta para celebrar nuestro acuerdo comercial. Años después ella vino hasta aquí para pedir que ayudase a mi hijo, un rubio con la cara llena de pecas. — El australiano pudo ver un atisbo de humanidad en el fondo de unos ojos almendrados, muy parecidos a los suyos, tanto que la locura de que aquel hombre al que todos odiaban comenzaba a tener sentido.

La Princesa Y El Gato De MarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora