PRÓLOGO

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Emma 

Me acerqué al borde de la azotea. 

El viento frío arañaba mi piel mientras miraba al vacío, a esa oscuridad que parecía interminable. Sentía que el corazón me latía en la garganta. Saqué el móvil del bolsillo trasero de mis vaqueros y marqué su número. 

—¿Si? —respondió somnolienta al otro lado. 

—Sal... —se me quebró la voz—. Ha pasado algo terrible. 

Regresé al interior del edificio y bajé en ascensor hasta la planta baja. Crucé la sala de espera y corrí hacia la única puerta que daba al exterior. 

—Lo siento, no puede acercarse —dijo un agente de policía—. ¡Que nadie salga del edificio! —exclamó en voz alta justo después. 

Todo el mundo parecía horrorizado, buscando pegarse a cualquier superficie con vistas a la calle. 

—Por favor... —le supliqué a la montaña de músculos que bloqueaba mi paso. 

Él negó con la cabeza. 

Desesperada, le conté de quién se trataba aquella chica que acababa de caer desde la azotea. Aunque no se apartó, los segundos de confusión que le provocaron mis palabras fueron suficientes. Lo rodeé, empujé las puertas de cristal y volví a adentrarme en la gélida noche. 

La escena me dejó paralizada. Su cuerpo. Su cabeza. Dios mío. ¿Qué había hecho? Había sangre por todos lados, su cabello castaño rojizo le cubría la cara y tenía las extremidades retorcidas en posiciones imposibles. 

Intenté huir. Pero cuando di el primer paso unos brazos me aprisionaron por detrás. Ni siquiera me preocupé por ver quién me retenía. Tal vez fuera el policía, con el orgullo herido por no haber cumplido con su cometido y no evitar que saliera, o algún otro que sabía perfectamente que yo era la culpable de aquella horrible muerte. 

Como fuese, no miré atrás. Solo forcejeé, pataleé, e incluso arañé los brazos que ahora cubrían mis hombros. La cadena hecha de huesos y piel cedió, y una vez libre, corrí. 

Corrí tan deprisa que me ardían los pulmones. 

—¡Emma, soy yo! ¡Espera! 

No, no era el policía. Ni nadie que pudiera habernos visto cuando sucedió todo. 

Sino ella. La voz somnolienta al otro lado de la línea. 

Mi madre. 

Me detuve en un callejón estrecho y oscuro cuando las ganas de vomitar me obligaron a doblarme en dos. Me vacié una y otra vez antes de apoyar las manos en los muslos y respirar a grandes bocanadas ¿Qué iba a hacer ahora? Era culpable, sí. Pero tan culpable como lo hubiera sido cualquiera en mi lugar. Al menos eso quería creer. Pero ya no se trataba de cualquiera, sino de mí. ¿Irme muy lejos? ¿Empezar de cero? La idea sonaba tentadora, aunque, de haber sabido todo lo que vendría después, jamás me lo hubiera planteado. Y es que, cuando cometes un error, es imposible salir ileso. Antes o después, las consecuencias acaban encontrándote.



El fin de un nuevo comienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora