CAPITULO 37

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Emma

Dejé el refresco en la mesa y me levanté de un salto.

—¿Estás bien? —Cogí su cara entre mis manos. —Tienes mal aspecto. 

—Sí... sí. Es que he tenido una semana complicada, pero no quiero estropear nuestra noche con esto.

—Podemos quedarnos aquí —propuse—. Yo también he tenido un día duro y estoy agotada. Además, estar contigo ya me parece una buena cita.

Conseguí que sonriera, aunque fue más bien una mueca. Miró detrás de mí.

—Márchate ya, María. Es tarde —ordenó.

María, según me había contado, era la señora del servicio, pero para Adriel era como una segunda madre. Llevaban casi diez años juntos. Ella me confesó que, a pesar de todo, sentía que lo había criado, estaba ahí para darle un beso (aunque él siempre se negara categóricamente) y también una colleja cuando era necesario. 

Se le notaba una mujer de corazón noble, con una belleza que había resistido el paso del tiempo. Tenía los ojos de un azul tan apagado que casi parecían grises, y su cabello liso y canoso caía en suaves mechones a los lados de su fino rostro.

—Ya nos veremos por aquí, tesoro ---dijo antes de cerrar la puerta tras ella. 

—Oye, niña... —me llamó él desde el sofá. Su semblante seguía serio—. No puedes hablar con nadie de lo nuestro, ¿vale? Ni una palabra. Debe ser nuestro secreto.

—¿Por qué? 

Suspiró y se humedeció los labios.

—Necesito una copa... ¡María! 

Me puse delante de él.

—Adriel, acabas de decirle que se fuera...

Resopló y se cubrió la cara con las manos. Me arrodillé entre sus piernas.

—¿Adriel? —intenté apartarle las manos de la cara—.Mírame —le supliqué.

Me quedé sin aire en los pulmones cuando lo hizo. Tenía los ojos rojos, llenos de lágrimas que luchaba por contener.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no quieres que nadie sepa lo nuestro?

—Porque soy tu jefe, Emma, y te llevo casi diez años. Si esto se llega a saber me afectaría mucho más de lo que imaginas. La gente no dejaría de hablar y no pararían hasta echar todo mi trabajo por tierra. 

Tenía sentido, Pero Adriel no era de los que perdían el control sobre sus emociones, no se lo permitía ni siquiera conmigo. Debía encontrarse al límite para romperse de aquella manera y las razones que acababa de darme no me convencían.

Había algo mas. 

—Diremos que soy más mayor, que nos conocimos fuera del trabajo...Lo que sea. 

Él negó con la cabeza.

—No servirá de mucho.

—Entonces será nuestro secreto —acordé. 

Una lágrima solitaria consiguió resbalar por su mejilla. Se la limpió de inmediato con la mano y se aclaró la garganta.

—Ciento veinte pulsaciones —dijo echando un vistazo rápido a su reloj.

—¿Qué?

—El ritmo de mi corazón cuando te tengo así de cerca. Ciento veinte pulsaciones, por encima de la media. 

Solté una carcajada que se me escapó sin poder evitarlo.

—¿Te ríes de mí? —preguntó con fingida indignación.

—Estás loco... ¿por eso siempre estás mirando el reloj?

Se encogió de hombros.

—Me gusta tenerlo controlado.

—Qué raro...

Solté un grito agudo cuando tiró de mí y me tumbó de espaldas al sofá. Apoyó sus manos a los lados de mi cabeza para no aplastarme debajo de su grande y duro cuerpo.

—Necesito una ducha —dijo—, ¿te apuntas? 

Me quedé en silencio un momento, sintiendo cómo mi corazón comenzaba a latir más deprisa. La idea del denso vapor sobre mí, sobre los espejos, junto con la sensación de asfixia que me quitó la respiración aquella vez...

Pero ahí estaba él, encima de mí, mirándome con esos ojos verdes que hacían que todo pareciera seguro.

Tomé una respiración profunda y asentí con la cabeza, decidida a no dejar que el miedo me arrebatara también aquello.

—Ven aquí —me pasó los brazos por debajo de las rodillas y la espalda—, tengo que compensarte muchas cosas.

Me abracé a su cuello mientras subía las escaleras conmigo en brazos. 

Cuando me bajó al suelo, no pude esperar más y lo besé. Él cogió mis brazos, que rodeaban su cuello y los volvió a bajar lentamente, sujetándolos con fuerza detrás de mi espalda. Me dio la vuelta de un giro rápido y seguro.

—Para ducharse... —me susurró al oído, pegando su pecho a mi espalda—. Primero hay que quitarse la ropa...

Me hizo avanzar por el pasillo mientras bajaba lentamente la cremallera de mi falda. La tela negra se acumuló en el suelo. Levanté los pies en los siguientes pasos para evitar pisarla mientras él seguía obligándome a avanzar despacio. Me sacó la camiseta por encima de la cabeza y me agarró fuerte del pelo, tanto que casi podía verlo detrás de mí. Hundió la cara en mi cuello y marcó una senda de fuego hasta mi oído.

—Toda la ropa... —dijo muy despacio, arrancándome el sujetador y tirándolo al suelo. 

Quería darme la vuelta y abalanzarme sobre él. Besarlo, tocarlo, sentirlo. Pero me tenía bien agarrada del pelo. Ladeé la cabeza para buscarlo a mis espaldas. Sin embargo, cuando me quise dar cuenta, ya lo tenía delante, arrodillándose. Sus manos subieron por mis piernas, clavando sus dedos fríos en mi piel. Su lengua, en cambio, estaba caliente, y lamía ávidamente mi pezón atrapado entre sus dientes. Le tiré del pelo y obtuve un leve gemido al tiempo que su boca se desplazaba hacia el otro pecho.

—Adriel...

A partir de ahí, se movió hacia abajo. Sus ojos se clavaron en los míos, mientras su boca estiraba de la última prenda. Se ayudó de las manos para bajarla hasta los tobillos. Me separó las piernas.

—Eres perfecta, Emma. —Dejó un par de besos en mi vientre. Sus labios ardían. —Demasiado perfecta para mi. 

Todo mi cuerpo tembló de anticipación cuando acercó sus labios a mis pliegues. Enredé mis dedos en su cabello negro y tiré de él para hundirlo aún mas en mi entrepierna. Su lengua se deslizó por la zona, dedicando todas sus atenciones a mi punto más sensible.

—Sigue... —gemí. Sus movimientos se volvieron aún más ágiles. Su lengua entraba y salía, mordisqueando y succionando mi parte más delicada. 

Sentí como palpitaba contra él, contra su boca. Se retiró y me introdujo los dedos con fuerza. Sin piedad. Mis piernas comenzaron a temblar, haciéndome dudar de mi capacidad para sostenerme de pie.

—¿Te gusta? —susurró y gemí—. Contéstame —ordenó. 

Asentí con la cabeza mientras bajaba la mirada hacia él. Tenía las mejillas encendidas, los labios húmedos y entreabiertos. Era el hombre más atractivo que sin duda había visto nunca, y lo tenía arrodillado frente a mí. 

De pronto, mis piernas se tensaron. Cerré los ojos con fuerza y una oleada de calor revolvió mi vientre y escapó de mi, empapando sus dedos y el interior de mis muslos. 

Él espero unos segundos antes de ponerse de pie de nuevo. 

—Ahora sí, estás lista para ducharte.

El fin de un nuevo comienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora