CAPITULO 32

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Emma 

Entré decidida. 

Llevaba un vestido rojo atado al cuello que me llegaba ala mitad del muslo y unos tacones altísimos. Todo obra de Paula. Solo me había dejado decidir sobre el pelo, que no acepté otra cosa que un alisado común y corriente.

—¡Madre mía, tía! Va a chorrear cuando te vea. —Fueron sus palabras textuales al ver el resultado de su magia. 

Me había sentado bien esas dos semanas libres para asumir todo el tema de Diana. Ya no había vuelto a tener visiones sobre ella y las sesiones con Marga eran cada vez más agradables.

 Necesitaba ese respiro lejos de todo: del pub, de las clases, de Adriel e incluso de la facultad. Solo me había visto con Paula, quien dejó muy claro que no pensaba permitir que me quedara encerrada en casa. Así que, durante esas dos semanas, mi rutina se redujo a ir a terapia y a hacer planes sencillos como tomar un café o ver alguna película, casi siempre acompañada de mi amiga.

—Déjame adivinar —entré por la barra del bar—. ¿Hoy Irina también tiene el día libre?

—Algo así —respondió él. Estaba serio como siempre, pero más distante que de costumbre. 

Durante esas semanas de "retiro", me prometí aclarar mi situación con Adriel. Le pedí que no intentara contactarme y que, cuando volviera, o bien yo también estaría dispuesta a arriesgarme o, de lo contrario, desaparecería de su vida y dejaría de trabajar para él. 

Fue respetuoso con mi decisión, limitándose a enviar algún que otro mensaje para saber cómo estaba pero nada más. Ese fue todo nuestro contacto en dos semanas. 

Lo cierto es que no me tomó ni un solo día darme cuenta de que valía la pena arriesgarse. No tenía claro cuándo ni cómo, pero sentía que lo necesitaba, y solo podía culparme a mí misma por esa necesidad.

 Había echado de menos sus ojos verdes, su locura y esa maldita precisión con cada paso que daba. Aquel vestido era una pista de la decisión a la que había llegado, sin embargo, él todavía no había levantado la vista hacia mi.

—¿Algo así?

—Bueno, puede que me apeteciera verte. —Se remangó la camisa. Parecía contar las veces que lo hacía con cada manga. —Por cierto ¿se celebra algo hoy?

—Que yo sepa, no —respondí—. ¿Por qué?

—Porque ese vestido... solo puede significar dos cosas. —Juraría que no se había dado cuenta de lo que llevaba puesto.  Su mirada seguía concentrada en su camisa.

—¿Dos cosas? —pregunté.  

Entonces levantó la mirada y la clavó en la mía. En ese instante, un grupo de jóvenes se acercó a la barra y pidieron varias bebidas que no tardé en empezar a preparar. Adriel se encargó de llenar algunos vasos con hielo para ayudarme.

—La primera es que tal vez vayas a una fiesta... —dijo, pasando por detrás para ir hacia la caja registradora. Sentí algo duro rozar el hueco de mi espalda y tragué saliva, sin dejar de preparar las bebidas.

—¿Y la segunda? —quise saber.  

Él volvió a pasar por detrás de mí, esperé a tenerlo justo donde lo quería y me agaché sin doblar las rodillas para sacar los refrescos de la nevera inferior. Sus manos se sujetaron a mis caderas y me giré para mirarlo a los ojos, disfrutando de haberlo pillado por sorpresa. 

Su respiración se volvió rápida y pesada, y me miraba serio, como si le enfadara haber perdido el obsesivo control sobre sí mismo.

—¿Y la segunda? —repetí con una sonrisa traviesa. 

Él se pasó las manos por el pelo y se acercó a mi oído.

—En cuanto Irina entre por esa puerta, te quiero en mi despacho. —Cogió la botella de su licor preferido y desapareció tras la puerta del almacén. 

Después de lo que me parecieron tres horas, la vi entrar. Solía tener esa cara de pocos amigos cuando yo estaba cerca, pero ese día era aún más evidente. Los ojos que me miraban con indiferencia ahora evitaban el contacto directo, por no decir que me trató como si no existiera. Se plantó en el otro extremo de la barra,  recogiéndose las trenzas en una coleta.

Me acerqué a ella despacio.

—Hola —saludé.

—¿Qué quieres?

—Oye, Irina, agradezco mucho que intentaras ayudarme, pero no está en mis manos lo que haga o deje de hacer nuestro jefe.

—¿Eso crees? —dijo, mirándome a los ojos por primera vez desde que entró—. No ha pasado por aquí ni una sola vez en dos semanas. Hasta hoy, claro. ¿Y adivina por qué?

—¿Y qué quieres que haga?

—Ya te lo dije, aléjate de él.

—Ya lo intenté y eso no cambió nada. Vas a tener que aprender a vivir con lo que sea que pasó, que ahora mismo no me interesa lo más mínimo.

—Ya cambiarás de opinión, pero para entonces será demasiado tarde. 

Una oleada de calor me subió por el cuello. Una cosa era querer ayudar, otra muy distinta amenazarme. 

Estaba cansada de amenazas. 

—¿Sabes qué? —cargué mi voz de desdén—. A veces hay que aprender a vivir estando rotos, y no por ello culpar a los demás de no ser capaces de reconstruirnos. 

Mis palabras despertaron alguna emoción en sus ojos, una que no iba a quedarme a descubrir. Intenté avanzar hacia la puerta del almacén, pero ella me agarró del brazo. Sus dedos se hundieron en mi piel y mostró una mueca rabiosa, con los dientes apretados.

—Ojalá acabes tan jodida como yo. 

Le aparté el brazo con fuerza y clavé mi mirada en la suya con la misma determinación.

—Ya lo estoy, compañera. No te imaginas hasta qué punto. 

Una vez estuve en el almacén, respiré hondo unas cuantas veces e hice lo que Marga me recomendó para poder empezar a dejar las pastillas: golpeé suavemente con las yemas de los dedos mis sienes y párpados sin dejar de repetirme que todo saldría bien. 

Sonaba ridículo, lo sé. Pero era más efectivo de lo que parecía. 

El politono de mi móvil interrumpió mi ritual. Saqué la llave del sujetador y abrí la taquilla. Era un mensaje de Adriel.


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El fin de un nuevo comienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora