CAPITULO 30

35 0 0
                                    

Emma 

Nueve horas antes del accidente


Mi móvil vibró dentro del bolsillo de mis vaqueros. 

¿Sería Rebecca? Ojalá se hubiera acordado de mi cumpleaños. Bueno, técnicamente, había dejado de serlo a media noche de ese mismo día. Pero eso no importaba, al menos no en aquel momento. ¿Quién no se había olvidado de una fecha importante alguna vez? 

Abandoné la masa de pan y descolgué la llamada.

—Sabes que no puedes atender el teléfono en horario de trabajo —replicó Melisa, mi jefa, una mujer corpulenta de cabello canoso que justo entraba en la cocina. 

Le hice un gesto con la mano, rogándole un momento mientras esperaba a que al otro lado de la línea se decidiera a hablar.

—¿Emma Cruz? —contestó alguien. Parecía un señor mayor.

—Si...¿Quién es?

—Le llamamos del hospital Medical Center. Su madre ha sido ingresada des...

Deje de escuchar. 

Con el corazón latiéndome en la garganta, colgué la llamada y crucé la pastelería como una exhalación, dejando atrás a una Melissa medio enfadada, medio confundida. 

El hospital Medical Center estaba en San Francisco, a unas dos horas de donde vivíamos, aunque me parecieron cinco dentro de aquel coche. 

Seguía inconsciente cuando llegué. Una maraña de cables se extendía por sus delgados brazos, y una pequeña máquina indicaba que sus constantes vitales eran estables. Me acerqué a ella despacio. Me temblaban las piernas. Acaricié la pálida piel de su rostro y su melena oscura, que resaltaba sobre las finas sábanas blancas que la envolvían. Permanecí a su lado, en silencio, hasta que, tres horas después, finalmente se despertó. 

Intenté hablar con Rebecca para contarle todo lo que estaba pasando, pero ella seguía ignorando mis llamadas, mis mensajes de texto y también los que dejaba en su buzón de voz. Melissa, por su parte, me despidió por WhatsApp poco después de llegar al hospital. 

Estábamos solas, sin trabajo y pronto también sin dinero. ¿Qué sería de nosotras al volver a casa?

Me había quedado dormida con la cabeza sobre las piernas de mamá, mientras ella me acariciaba la cabeza.  Mi cuerpo estaba exhausto, algo parecido a una resaca de cuando las emociones te calan hasta los huesos. Cuando volví a despertar eran las tres de la madrugada. La oscuridad ya había caído tanto dentro como fuera de la habitación. Me incorpore del sillón y me acerqué al ventanal para observar la ciudad. 

Apenas quedaba gente en el paseo arbolado que conducía al hospital, salvo una mujer que le sonreía al teléfono mientras paseaba a su perro. Y un poco más allá, un hombre cabizbajo caminaba con las manos en los bolsillos de un largo abrigo. Pasaron uno junto al otro, pero ni siquiera se miraron. 

Levanté la vista. El edificio se extendía en forma de "U" de modo que, desde nuestra habitación, se podía contemplaren toda su extensión. Era alto, imponente, casi amenazante. Se erguía con unas diez plantas, (al menos fueron las que pude contar antes de que se perdiera en el cielo estrellado). Di media vuelta y caminé hacia la puerta.

—¿A dónde vas, cielo? —preguntó la voz somnolienta de mamá y sonreí. Su voz sonaba tan pura y limpia aquel día...

—Necesito tomar el aire. —La besé en la frente.—Intenta seguir durmiendo, volveré enseguida.

—Ten cuidado hija, ya es tarde. 

Recorrí el pasillo, entré en el ascensor y presioné el botón que me llevaría a la última planta: la número doce. Siempre me había fascinado cómo las luces se volvían diminutas, y cómo todo podía llegar a parecer insignificante cuando lo observabas desde cierta altura. 

Las puertas se abrieron con un ligero "ding" , revelando un pasillo largo y oscuro. Un escalofrío me recorrió la espalda. Me crucé de brazos y salí del ascensor a paso rápido. Al final del todo, encontré unas puertas dobles, similares a las de una salida de emergencia. Cuando las abrí, un viento frío me dio de lleno en la cara. 

Había llegado a la azotea, que era enorme. Las diminutas piedras grises del suelo crujieron bajo mis zapatos cuando entré y me acerqué al borde. Extendí los brazos, cerré los ojos y respiré hondo. Momentos después, escuché unos pasos clavarse en el suelo a mis espaldas. Aquel no parecía un lugar al que se pudiera acceder sin infringir alguna norma, así que me prepare para ofrecer una disculpa.

—Perd... —La palabra murió en mis labios cuando me dila vuelta y vi quién era. —Rebecca... has vuelto. 

Corrí hacia ella y la abracé. Tardé unos segundos en darme cuenta de que sus brazos no me rodeaban. Me aparté para mirarla a los ojos, que estaban duros e inexpresivos.

—¿Qué pasa? —pregunté, dando un paso atrás.

—Dímelo tú —replicó ella, cambiando el peso de una pierna a otra—. ¿Qué es lo que pasa, Emma?

—Tal vez si respondieras a mis llamadas, lo sabrías.

—He estado ocupada. 

Solté un bufido y me crucé de brazos.

—Una excusa nada original, hermanita.

—He venido en cuanto he visto tus últimos mensajes.

—Llegas tarde.

—¿Tarde para qué, exactamente? Mamá sigue necesitando a alguien que sea capaz de cuidarla.

—Espera, ¿y ese alguien eres tú? —dije con un deje de burla—. ¿O vas a irte corriendo otra vez para sentir que no perteneces a todo esto? 

Algunas lágrimas culpables (o eso quería yo creer) rodaron por sus mejillas.

—Me he pasado toda la vida dedicándome a vosotras. Primero cuidé de ti. Luego me tocó consolar a mamá cuando papá murió. —Se acercó al borde de la azotea, quedando de espaldas a mí. —Solo quería ser libre...

—¿Y qué culpa tenía yo de todo esto?

—fuiste tú quién insistió en que sería capaz de cuidar de ella —respondió, observando la ciudad kilómetros abajo.

—Solo quería que fueras feliz. No iba a obligarte aquedarte con nosotras solo para que luego tuvieras más cosas que echarnos en cara.

—Pues gracias a eso, ahora mamá está enferma. —Sus palabras fueron como un disparo directo a mi corazón. 

Tragué saliva y di un paso hacia ella.

—Has perdido el único trabajo que podía manteneros adelante —continuó. 

Las lágrimas me ardían en los ojos, pero di otro paso al frente.

—No eres más que una cría todavía —reprochó de nuevo. Yo solo di otro paso más.—Deja de pensar que voy a venir a salvarte cada puto día, Emma. Al fin tengo la vida que merezco, y por más que lo intento, no veo cómo podríais encajar en ella. Ya no significáis nada para mí. Sois más bien un estorbo. 

La tomé de los hombros y contuve la respiración. Ella ladeó la cabeza para mirarme, dejándome apreciar su perfil una última vez; sus ojos marrones estaban rojos y las mejillas bañadas en lágrimas, con la nariz respingada y ese pequeño lunar justo donde lo recordaba, sobre la comisura de su labio. 

—Ahora me doy cuenta de que esa ha sido siempre nuestra diferencia —susurré con la voz rota—. Yo nunca he dejado de pensar que contigo era más que suficiente. 

Cerré los ojos. 

Y la empujé.

El fin de un nuevo comienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora