CAPITULO 51

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ADRIEL 

La agarré fuerte del pelo y la arrastré fuera del coche hasta meterla en la casa. 

María se acercó corriendo, con los ojos rojos como tomates y un pañuelo apretado entre sus arrugadas manos. 

—Adriel, yo no sa... 

—¡Cállate María! —la interrumpí. Diana soltó un gruñido, intentando zafarse de mi agarre, así que tiré más fuerte de su pelo.—¡Tú estate quieta!  

—Oh, tesoro, cuánto lo siento... —empezó a llorar, con esas malditas lágrimas de cocodrilo que todos soltaban a la mínima de cambio. 

Lágrimas que no me importaban nada. 

—Estás despedida —dije sin mirarla a la cara—. Recoge tus cosas y no vuelvas por aquí nunca más. 

Seguí avanzando escaleras arriba, con Diana cogida de los pelos. Esos pelos rojos. Como el demonio que era. 

La empujé fuera, a la terraza de la tercera planta. Ella cayó al duro pavimento como un juguete despreciado por un niño pequeño. 

Yo no era un niño, ni ella un juguete. Pero la despreciaba. 

—Ponte de rodillas y levanta las manos —ordené. 

Ella se echó a reír, pero obedeció. 

—Fíjate si te tengo en consideración —dijo—,  que aun con estas muestras de tu yo más primitivo, te sigo queriendo. Sigo queriendo lo mejor para ti. 

Saqué la pistola del cinturón en mi espalda y la apunté con ella. 

Joder, me temblaban las manos. 

—Date la vuelta. 

—Sé que no lo harás, no eres ningún asesino, Adriel.  

—¡Date la puta vuelta! —repetí, apretando los dientes y la empuñadura de acero. 

Se dio la vuelta. Le clavé el cañón en la nuca y respiré hondo. 

Mi dedo vaciló sobre el gatillo. 

Tres... 

Dos... 

Uno...

—¡¡¡Adriel!!! —gritó la voz de Emma desde el pasillo.

El fin de un nuevo comienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora