CAPITULO 35

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Adriel

Me detuve cerca de la entrada y bajé del coche. 

Un marroquí o algo similar salió a mi encuentro con la mano extendida. Se la cogí al vuelo y se la estreché.

—Hola, jefe —se rio divertido, exhibiendo una dentadura que jubilaría a cualquier dentista. Le apreté un poco más fuerte la mano.

—No quiero ni un solo rasguño, ¿está claro? —Le di las llaves del pequeño trasto de Emma.

—Descuida, jefe. Lo tendré vigilado. 

Avanzamos hasta la entrada. Estaba repleta de gente, con una fila que daba la vuelta a la esquina.

—¿Vamos a tener que esperar mucho? —Me miró preocupada. 

—De ser así, despediré al responsable —la cogí de la cintura—. Vamos. 

El gigantesco hombre que vigilaba la puerta no tardó en reconocerme y, al instante, retiró el cordón y nos dio vía libre al interior. 

Música a todo trapo, luces y humo. Mierda, a ella no le gustaban los espacios llenos de gente. ¿En qué estaba pensando? Por suerte había solución, y ella no parecía incómoda con el ambiente. 

Subimos unas largas escaleras que daban a una sala superior, con finas cortinas de color rojo en lugar de paredes. En ella había dos sofás y una mesa en el centro. Una chica con un vestido cortísimo y una larga cola de caballo se acercó hasta nosotros con una bandeja. Me di cuenta de que no conocía a casi nadie del personal. Había estado más distraído de lo que me gustaría admitir en las últimas semanas, y la razón de ello estaba sentada justo a mi lado.

—Un vodka para mí, por favor.

—Un gin-lemon. —pidió ella. Me preocupaba que bebiera después de lo que pasó y delas indicaciones que le dio el doctor, pero era nuestra noche y debía dejar que ella decidiera sobre si misma. 

Excepto en lo de que era mía. En eso no admitía discusión. Pues claro que lo era, quisiera o no, desde mucho antes siquiera de tocarnos. Lo supe cuando la vi en brazos de Ramirez y todos los instintos me gritaron que debía apartarlo de ella. Reclamar lo que era mío.

—Este sitio es enorme —observó. Asentí con la cabeza, siguiendo el recorrido de su mirada.

—El local más grande que tenemos por ahora ¿Qué te parece?

—Es muy bonito.

—Me alegra que te guste —dudé un momento antes de continuar—. Sé que te agobian estos ambientes, pero aquí arriba nadie nos molestará. 

La joven camarera apareció con la bandeja cargada. Dejó la copa de Emma sobre la mesa y, antes de colocar la mía, deslizó un pequeño papel debajo. La miré confundido. Sin oportunidad de descubrir qué decía la tarjeta, Emma me la quitó de las manos y detuvo a la camarera de la muñeca.

—¿Acaso no ves que ya está acompañado? —volvió a dejar el papel sobre la bandeja. —Gracias por las bebidas. Ahora ve a buscar otra mesa a la que suplicar atención. 

La camarera se puso roja como un tomate y se alejó casi corriendo.

—¿Por qué se lo has devuelto? —bromeé—. Pensaba guardarlo por si lo necesitaba en algún momento. 

—Ese momento no llegará, te lo aseguro —respondió ella con la misma cantidad de ironía.

—He de decir que llevar la bandeja se le da mejor que a ti. 

Ella puso los ojos en blanco y sonrió.

—Habrá tenido mejor profesor que yo. 

Bebimos unas cuantas copas más. Me sorprendió no llevar la cuenta precisa de las que me bebía, como solía hacer para controlar hasta dónde mi cuerpo podía tolerar y evitar hacer cualquier gilipollez. Con ella cerca me resultaba imposible mantener el control. 

En todos los sentidos. 

Así transcurrió la noche. Pedí que se nos sirviera aperitivos y un par de botellas más de Dom Pérignon. Comimos, bebimos, nos reímos, intercambiamos historias triviales que, en ese momento, nos parecían de la mayor importancia. Hablamos de nuestras vidas, de ella y de mí. A veces, ella me contaba historias de su pasado, que parecían tan lejanas que daba la impresión de que intentaba saltarse una parte de su vida a toda costa. Yo, en cambio, le hablaba de mi madre, de María, y de todo lo que fui antes de convertirme en quién tenía delante. 

Me sirvió otra copa de champán y una más para ella. Me obligó a levantarme hasta quedar apoyados en la barandilla dorada que ofrecía vistas a las dos pistas llenas de gente bailando abajo. Nos quedamos unos instantes en silencio, mirándonos, inhalándonos mutuamente. Alzamos nuestras copas en un brindis. Por ella. Por mí. Por nosotros. La música se volvió un murmullo lejano mientras las luces que danzaban por el espacio daban color a sus rasgos inocentes, a sus carnosos labios humedecidos por el alcohol. Le acaricié la suave mejilla antes de agarrarla por el cuello y besarla. Su lengua caliente encontró la mía y mi cuerpo entero entró en ignición. Nuestros labios se separaron un instante y ella echó la cabeza hacia atrás.

—¿Qué quieres de mí, Adriel?

—¿A qué viene esa pregunta? 

—Solo responde.

—Lo quiero todo y nada, Emma. Solo... a ti.

Esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Acabas de decir que me quieres?

—¡No! —repliqué—. No tergiverses mis palabras. Yo nunca digo "te quiero" a nadie. 

Me llevé la fina copa a los labios, sintiéndome culpable por cómo su sonrisa se desvanecía poco a poco.

—¿Nunca dices "te quiero"? ¿Ni a tu madre? 

Negué  con la cabeza.

—Al menos no que recuerde.

—¿Por qué?—preguntó— ¿Y qué pasa si algún día tú y yo...?

—No lo diré, pero te lo demostraré.

—Bien, porque yo sí te quiero ¿Qué harás cada vez que te lo diga? ¿Ir corriendo a demostrarlo?

Me encogí de hombros.

—Solo diré... ídem.

—¿Y qué significa eso?

—Que todo lo que sientas, yo lo siento por ti en la misma medida.

El fin de un nuevo comienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora