CAPITULO 38

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Adriel 

Entré en el baño y encendí la ducha. El agua enseguida salió ardiendo, tal como me gustaba. Me acerqué a Emma, que parecía petrificada en el marco de la puerta. 

—¿Vamos?

—Yo...eh... —El vapor se condensó en su piel, pegando su oscuro cabello a los lados de su cara. —No...la... —Retrocedió para apoyarse sobre la pared, volviendo al pasillo. 

Se llevó una mano al pecho y respiró agitada, como si no alcanzara aire con el que llenar sus pulmones.

—Emma, ¿qué pasa? 

—Para el agua, por favor —dijo al fin. No estaba entendiendo nada, pero corrí al interior del baño y detuve el agua—. Y abre la ventana —añadió en un sollozo. Tenía que estar realmente fuera de sí para no notar que el baño no tenía ventanas; la ducha ocupaba la mayor parte del espacio, rodeada por paredes cubiertas de mármol negro. 

Aun así, no dije nada. 

Agarré una toalla y la envolví con ella. Necesitaba cubrirla para poder enfocar toda mi atención en lo que realmente importaba en ese momento.

—¿Mejor? —pregunté suave. 

Ella parpadeo rápido, trago saliva y dijo:

—Me da miedo el vapor. 

Mi corazón se encogió en un puño. ¿Qué le habría pasado para temerle a algo así?

—Podemos ducharnos con agua fría —propuse sin mucha convicción. Odiaba el agua fría, incluso en pleno verano, pero tenía que hacer algo. No soportaba verla tan triste y avergonzada. Su rostro se iluminó con una levísima sonrisa.

—¿Hablas en serio?

<<No estoy seguro>>

—Vamos —la animé. Su sonrisa creció mientras me daba la mano para volver adentro. Su mirada, todavía temerosa, recorrió el cuarto de baño de arriba abajo, deteniéndose sobre todo en el extenso espejo que cubría la pared frente a los lavabos. Cuando decidió que todo estaba bajo control, suspiró y dejó caer la toalla que la cubría. Mis ojos volaron hacia ella, tragué saliva y volví a conectar el agua. 

Esta vez, fría. 

—No tienes por qué hacerlo.

Me deshice de mi ropa antes de tomar su rostro en mis manos.

—No importa, niña. Es solo agua. 

La cascada helada cayó sobre nosotros. No pude evitar maldecir entre dientes una y otra vez mientras mi cuerpo se iba adormeciendo bajo aquella temperatura torturante. Emma estalló en risas, un sonido que llenó el lugar e hizo que todo perdiera importancia.

—No está tan mal —bromeé, a pesar de que los dientes me castañeaban con violencia—. Tú pareces muy tranquila.

—Ya estoy acostumbrada.

—Ya veo, ¿haces esto cada día?

—Si. —miró al techo. Levanté la mirada junto a ella—. ¿El agua cae directamente del techo?

Asentí. 

—Se llama ducha de lluvia. ¿Nunca habías visto una? 

Ella sonrió y negó con la cabeza.

—Me gusta —dijo despacio, repartiendo besos por mi pecho. 

La temperatura empezó a subir. Y me daba que no era cosa del agua. 

—Emma... —Hundí las manos en la humedad de su pelo. Ella siguió bajando.

Y bajando. 

Con cada beso se acercaba más a... A donde la quería. 

A donde más la deseaba en aquel momento. 

Entonces se arrodilló frente a mí. Sus grandes ojos azules parecían grises en la penumbra, y su pelo negro se pegaba a los lados de su lechosa piel, bajando hasta rozar sus pechos. 

Lo olvidé todo. 

Aunque el frío seguía penetrando en mi piel, solo la veía a ella. Solo la sentía a ella. Me tomó con ambas manos y se me tragó de lleno. Cuando bajé la vista, me miró y pestañeo. Joder, parecía un ángel y un demonio al mismo tiempo, tan dulce y tan guarra mientras me torturaba con la boca. Hizo una pausa, se la sacó y rozó sus labios con la punta.

—¿Sigues teniendo frío? —Su voz provocó una vibración profunda que me atravesó. 

Negué con la cabeza, incapaz de hablar. Ella se la volvió a tragar. Ahuecó las mejillas y chupó con más fuerza. Sus movimientos se volvieron más rápidos, pero no lo suficiente. La agarré del pelo para sujetarla en el sitio y me ocupé yo, llevándola con rapidez hasta lo más hondo de su garganta. 

La solté. No quería parar, pero necesitaba tocarla.

—Levanta —le ordené. Ella se limpió los labios hinchados con el dorso de la mano y obedeció. Entones la besé, y lo hice con la intensidad de una primera vez que no volvería. O quizás de una última que ya no sabía cómo remediar. Nuestras lenguas se entrelazaron en silenciosa complicidad, poniéndome a cien, como siempre. La levanté del suelo y ella enroscó sus piernas alrededor de mis caderas. Avancé unos pasos hasta pegar su espalda contra la helada y húmeda pared. Volví a dejarla en el suelo. Mordisqueé su cuello mientras colocaba una de sus piernas sobre mi hombro, abriéndola por completo para mi.

—Joder, Emma... me vuelves loco —rugí en su oído antes de introducir mis dedos en ella. Los moví con rapidez dentro y fuera. Me encantaba verla chorrear sobre mi mano. Sabía exactamente cómo y dónde tocarla para provocar que se mojara. Sacudí su pequeño manojo de nervios con el pulgar (el único dedo que aún no había recibido), y ella cerró los ojos con fuerza, como siempre que estaba apunto.

—Abre los ojos —supliqué—. Mírame. 

No obedeció, y entonces sentí todo el calor de su cuerpo caer sobre mis dedos. 

La giré inmediatamente, dejándola de espaldas a mí. Busqué desesperado el punto en el que se unían nuestros cuerpos y me introduje en ella. La separé de la pared, doblando su figura hacia delante. Ella dio un respingo y gritó. Mi mano impactó contra su culo hasta dejarle marcas, mientras seguía clavándome en sus entrañas.

—Joder, Adri... no pares...

El agua ahora ardía sobre nuestros cuerpos, y el sonido de ésta al caer se mezclaba con nuestros gemidos. La agarré de los pechos que, por su postura, le colgaban de un modo delicioso y los estrujé entre mis manos.

—Di que eres mía, Emma... joder ¡Dilo!

—So-soy tuya... —Apoyó con desesperación las manos en la pared, como si necesitara que algo la mantuviera en pie. 

Cerró los ojos con fuerza. Estaba apunto, y yo también.

—Oh, Adriel... —ronroneó, y fue todo cuanto necesité para acabar junto a ella.


La ducha terminó alargándose una hora más, hasta que el agua fría resultó incluso aliviante. Le di una camiseta mía que le servía de vestido y unos bóxers antes de bajar a la cocina. María nos había dejado preparado en la encimera su plato estrella: lasaña. Sobre el papel de aluminio que la cubría había una nota que decía: 

"Aprovecha, tesoro, esta vez me ha quedado especialmente buena. Que la disfrutes" 

Mi corazón se calentó un instante, pero reprimí una sonrisa. No tardamos en engullirla. 

Con el estómago feliz, ambos estábamos demasiado cansados para hacer algo más que meternos en la cama. Encendí la televisión de plasma que colgaba de la pared y me metí bajo las sábanas. Ella se tumbó sobre mi pecho. Suspiró cuando le acaricié la frente con los dedos y le aparté el pelo mojado de la cara. Había sido una semana dura, pero ese momento lo compensaba todo. 

Puse una especie de documental de animales con apenas volumen, sabiendo que, probablemente, no lo terminaríamos de ver. A los pocos minutos, su respiración se volvió profunda.

—Te quiero —murmuró más en sueños que otra cosa. 

Le di un beso en la frente. 

—Ídem.

Cerré los ojos, abrazándola con más fuerza, y dejé que el sueño me llevara también.

El fin de un nuevo comienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora