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Antonia


Mi papá usa su voz de locutor de radio conmigo cuando está enojado. Es como si en lugar de en su oficina él estuviera en la cabina y yo lejos, escuchándolo gritar. Esta vez lo arruiné de veras. Lo sé, pero no quiero pensar nada que tenga que ver con cantar o empuñar un micrófono de nuevo.

Ni siquiera si mi papá es quien me lo pide.

—Ese público —bufa él— es el que consumirá tu música, Antonia, y te odia.

Sabe que fue su error, que participar de ese horrendo concurso fue su idea y que tengo a medio mundo volcado en mi contra gracias a esa decisión. Quiere repararlo, pero parte de mí siente que las cosas están así por una buena razón.

Siento que cantar no es lo mío, aunque lo haga bien.

—¿Por qué de todos los profesores que conocemos tiene que ser precisamente con él?

—No confío en nadie más para algo así. —Se aclara la garganta porque ni él mismo se cree lo que ha dicho—. Y ningún otro tiene una casa en medio de la nada donde puedan dejar de tomarte fotos.

—Encima quieres enviarme a quién sabe dónde.

—Si tuvieras más amistades te pediría que te fueras a cualquier otro lugar, Antonia, por favor entiéndelo.

Tomo de un manotazo mi bolsa y doy pasos de plomo hasta la salida, sin despedirme en lo absoluto. Sé que es una batalla perdida. No importa que todo mi ser esté en contra de esto, lo haré porque estoy cansada y furiosa por todos esos comentarios que he visto y escuchado.

Una de las cosas que no puedo hacer es responder cuando me preguntan por qué hice lo que hice; claro, tendría que admitir que mi padre recibió una oferta de un amigo suyo para que yo quedara en un segundo lugar.

Admito que mi actuación no fue la mejor, pero me harté de las pláticas motivacionales y de tener que llorar; me impacientaron las críticas, las humillaciones en televisión nacional, los rumores que esparcían. Y, sobre todo, tuve que resistir una y otra vez las comparaciones con mi madre.

Con lo demás habría podido, pero eso...

La asistente de papá me ve salir de la oficina y sale corriendo detrás de mí. Llevo un paso veloz, aunque Rosalin no se preocupa por sus tacones y sigue mi ritmo sin dejar de pedirme que me detenga.

Finalmente, consigue interponerse en mi camino cuando llegamos al ascensor.

—Lo siento tanto, traté de convencerlo de que pague unas vacaciones a donde no haya wifi.

La miro con ternura, pese a que mi enojo podría traspasar cualquier buena vibra que se me presentara en frente. Rosi no tiene la culpa y gracias a ella sé con quién pretende papá que pase todo el verano.

—Al menos vas a dejar de escuchar sus reclamos un tiempo —se muerde el labio inferior.

—No sientas lástima por mí, te lo pido. —Suspiro—. No sé qué esperan que Emilio haga por mí, si hay alguien en este mundo al que le importen menos los problemas de los demás, ese es él.

Rosi parpadea y detecto la incredulidad en su gesto.

—¿Qué?

Ella se encoge de hombros.

Me cruzo de brazos y ladeo la cabeza.

—Suéltalo ya.

—Anto, no puedes quejarte por ir a pasar un tiempo en un lugar así. Y creo que... creo que Emilio convenció a su mamá de trabajar contigo.

Dejo de caminar de golpe.

—Eso no es una buena noticia —digo y al tiempo se abren las puertas del ascensor—, yo no sé si... no sé... Uf.

El semblante de Rosi se relaja. Me acaricia un mechón de pelo y tuerce una sonrisa, que no sé si es débil o simplemente me compadece.

—Entonces, para ustedes, yo soy Ariel y Emilio es Úrsula, que me devolverá la voz en cuanto me siente con él a practicar un par de notitas musicales que bien puedo vocalizar con mi profe común.

—Antoti...

—No soy Antoti para ti en este momento. —Frunzo las cejas—. Creí que me entenderías.

Ruedo los ojos. Ni siquiera encuentro una excusa viable, y sé que, si le digo a mi familia que a lo mejor me puedo dedicar a otra cosa, les partiré el corazón.

Igual que hizo mi mamá hace años, cuando se fue.

—Ni siquiera me cae bien. Las únicas veces que lo he visto no habla mucho, o habla solo de trabajo.

La expresión de Rosi se deforma.

Escucho que alguien carraspea a mis espaldas. Aprieto los ojos y me giro de golpe para encontrarme con mi hermano mayor, que luce asombrado y tiene las cejas enarcadas. La persona que está al lado de Brandon se acomoda la montura de las gafas en la nariz. Mi mente se queda en blanco cuando mis ojos se dirigen a los suyos. Él parpadea con lentitud, la piel de su frente arrugada.

Aparte de eso, me olvido de quién soy yo incluso.

—Hola, Antonia.

Aparto la mirada pues me arden las mejillas. Tengo un nudo en la garganta y quisiera no haber nacido nunca.

—Hola —mi voz sale chillona, forzada.

—¿Y mi papá, Rosi? —interviene Bran.

—Ehh... en la–en la–. —Sonríe y con su pulgar apunta a la oficina—. En su oficina.

—¿Ya conoces a Rosi, Emi?

Brandon le da una palmada en el hombro a la chica. Yo me vuelvo invisible. Pero mi hermano está visiblemente incómodo y eso me pone a sudar frío.

El aludido asiente y dice—: Un poco. ¿Llegué a tiempo para la cita?

—Ah, pero porrrsupuesto.

Señala el pasillo como si lo estuviera invitando a pasar.

—Hasta luego, Antonia —dice antes de marcharse junto con Bran.

Mi hermano vuelve a aclararse la garganta, y dice, acuchillándome con los ojos—: Ruega a Dios por que esté de buen humor. Es tu última oportunidad, Anto, entiéndelo.

No sé qué decir. Mi hermano se marcha antes de que pueda objetar o al menos internar excusarme. Pero ese sentimiento de culpa me dura tan solo unos minutos.

—Oh, Jesús —chilla Rosi—, siento que le cancelará todo a tu padre.

Sonrío un segundo, deseosa por que así pase.

—Ojalá.

Le sonrío a mi amiga y entro en el ascensor, convencida de que me he salvado de esta, y de que no voy a tener que ver esa cara de sepulcro de nuevo. 

Todos tus secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora