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Emilio


Con los músculos tibios por el ejercicio, dejo a un lado el micrófono y me paso los dedos por el pelo cuando siento que he estado sosteniendo la mano de Antonia con fuerza. De alguna manera, cantar me ha relajado y apabullado a partes iguales e hizo que me olvidara de dónde me encuentro.

Hago una seña hacia la mesera. Antonia me estudia con profundidad, casi con petrificación. Lleva una hora en silencio, buscando la manera de no formar parte de la charla entre Rosi y yo.

Creo que cometí un error grave y trato de encontrarlo.

Creo que no estaba lista y que crucé un límite.

La veo más trasparente que nunca, tan niña y tan vulnerable.

Por unos momentos no puedo moverme, pero un cuarteto de chicos está esperando para que despejemos la plataforma con la pantalla.

En ese momento, Antonia sale de su letargo y se va en una dirección contraria a nuestra mesa. La sigo con la mirada solo para comprobar que no saldrá corriendo del lugar. Luego la veo entrar en el baño, del otro lado de una pista en la que hay mucha gente.

El bar ya está completamente lleno. Lo que haga con su voz de aquí en adelante será de objeto público y no se ve muy entera que digamos.

Rosi me está mirando cuando vuelvo a sentarme a su lado. Ya hay otro vaso de mezcal en la tabla. Dudo antes de beberme la mitad.

—Recuerda que el adulto responsable aquí eres tú —dice, la voz un susurro cauteloso.

—¿Brandon te respondió?

—Dice que es maravillosa.

—Claro.

—Emilio.

Los chicos están buscando una canción.

—¿Me pasé de la raya?

Hace un aspaviento.

—Solo... quizá necesite límites. No me malentiendas —sonríe—. Es que Antonia no confía fácilmente en las personas, y la verdad... la forma en la que te mira...

—Ya entendí. —Trago duro. Es el último vaso de mezcal—. No lo pensé bien.

—Ni yo, pero la he visto interesada en muchachos antes, se olvida rápido.

Me cuesta escucharla por el estrépito de las bocinas. Cruzo los brazos sobre la mesa y me acerco a ella, consciente de que tiene razón.

A veces se me olvida que no es mi amiga, sino una alumna especial a quien me confiaron. Y por encima de todo sé que no es complicar su vida lo que pretendo.

—Está avergonzada, es todo —digo, aunque no estoy convencido de ello—. ¿Cómo se conocieron?

Rosi se relame los labios, pensándolo.

—Mis papás son personas trabajadoras, hicieron un sacrificio muy grande para inscribirme en una universidad que hiciera algo por mi futuro. Según ellos, tenía que esforzarme el doble si quería que valiera la pena.

Entorno los ojos y la escudriño.

—Al final —continúa—, lo que hizo la verdadera diferencia fue que Antoti me adoptara.

El término llama mi atención.

—¿Te adoptó? —es mi turno para reírme.

—Sí. No. Me presentó con su familia y conseguí trabajo mucho antes de la graduación. Mis calificaciones no tuvieron nada que ver en eso.

—No estoy tan de acuerdo. Sé que Brandon y Efrén no prescindirían de ti tan fácilmente.

Asiente antes de echarse el último sorbo de bebida en la boca. Antonia está volviendo del baño y se acerca con paciencia. Ya no tiene la mueca de asombro y susto en la cara y al sentarse no deja de escudriñarme la cara, como si hubiera algo raro en mí que yo no percibo.

O tal vez sí.

—Dijiste que cantabas un poco —dice. No logro descifrar si hay recriminación o sorpresa en su tono—. Eso no fue un poco.

Parpadeo varias veces. En lugar de responder, me acabo el mezcal.

—¿De dónde pensabas que te iba a enseñar algo, si no lo practico yo mismo? —Sueno más áspero de lo necesario, pero Rosi tiene razón, necesita límites—. Subes una última vez y nos vamos.

Ella se repantiga en su silla, la madera cruje. Su semblante ha cambiado totalmente y ahora parece que la emoción se ha escurrido de su cara. Es de nuevo la chica reacia que llegó hace un mes, la que no creía que yo tuviera nada que aportar a su vida.

Lo mejor es que siembre ese cariño en mi madre, podría ayudarles a ambas.

—Eres justo como pensé que serías —masculla, alto por la música pero aun así nadie oye. Nadie salvo Rosi y yo.

—Ilústrame —el alcohol se mezcla con mi sentido común.

—Solo que eres un poco peor —Antonia escupe—. Haces creer que esto es importante cuando solo quieres alimentar tu ego a mis costillas.

—¿Me vas a arrojar el micrófono a mí también?

—Ay, no, Emilio... —murmura Rosi.

Antonia se ríe, pero algo me dice que no le divirtió para nada lo que acabo de decir.

—No voy a cantar nada más, profesor.

Se levanta y sale en tromba.

Rosalin recorre su silla, mientras sujeta su bolsa.

—Te pasaste, Emilio. Pudiste decirle cualquier otra cosa...

—Tenías razón, me estaba mirando extraño. Y lo mejor para ella es que le siga cayendo mal.

Pido la cuenta sin hacer mucho aspaviento, Rosi quejándose por las repercusiones que puede tener un berrinche de su amiga, alguien a quien conoce mejor que yo.

No pretendía intimar con ella, era una canción en dueto que se volvió muy popular. No era Marco Antonio Solís con Marisela ni Juan Gabriel con Rocío Dúrcal. Era solo una canción, maestro-alumna.

Pero es obvio que para ella no funcionó así.

Nos levantamos para ir a buscarla, pero no hace mucha falta porque la encontramos sentada en la cantera de un alféizar. Está abrazada de sí misma, mirando una especie de demostración con cartas en la calle. Más bien, su mirada está dirigida hacia allá, pero no parece enfocada.

Dejo que Rosi se aproxime a ella y empieza acaminar con nosotros sin hablar, sin mirarme. De igual modo, sé que el error locometí yo. Fue una expresión inocente e inesperada, pero me siento igual deculpable que cuando pienso en Gastón, mi padre y la manera en la que todosestamos encerrados en La Generala. 

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