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Antonia


—Esa te viene bien —Rosi me extiende la tercera blusa que ha sacado del armario.

—No me gusta cómo se me ven los brazos. Tengo brazos gordos.

La escucho chasquear la lengua contra los dientes. Su expresión no cambia y se concentra en arreglarme los ojos, mientras analizo su manera de atender cada una de mis necesidades, como con instinto materno.

Es eso o mi necesidad ha ido creciendo y cada vez que una persona me demuestra un poco de cariño, la noto tanto como noto mi piel cuando me baño.

—Qué rara forma de dar clases es esta —admito—. ¿Te dijo otra cosa aparte de que nos vistiéramos bien?

—No dijo que nos «vistiéramos bien». Creo que pretende que al menos finjamos estar cómodas en este lugar.

—Pero si sí estoy cómoda —digo sin más. Cierro el ojo cuando ella pierde el pulso y me llena de tinta el globo ocular—. Por favorrrrr.

—Por el amor de Dios, te mueves muchísimo —dice tras limpiarme.

Después de unos minutos con el control de daños, mira mi cara con auténtica determinación.

—No has dicho qué fue lo que dijo exactamente.

—Pues dijo que nos vistiéramos para divertirnos.

Abro la boca para decir algo, pero ella aprovecha y se dispone a untarme un brillo labial, por lo que me quedo quieta.

—¡No debí usar esto, entonces!

—Ay, hacía rato que no te veía tan guapa.

Quiero refutar eso, pero no puedo negar que hacía como seis meses que no me arreglaba tanto. En realidad, no es tanto, pero hace la diferencia.

Hasta hace menos de un mes todavía me pasaba los días en pijama y comía en la cama sin peinarme siquiera. Quería evitar al mundo, a mí misma, a mi padre. Ahora la idea de salir y olvidarme de todo lo que pasó es tan gratificante como lo fue tirar ese micrófono que significó la ruina de mi posible carrera.

Suspiro profundo y asiento hacia Rosi, que ya está vestida, también para divertirse.

—Gracias —digo—. Por venir conmigo.

Su ceja se enarca. De pronto ella también tiene veinticuatro años y no es mi madre, sino la única amiga que tengo en el mundo.

—Habría lamentado mucho no enterarme de toda esta intriga familiar que se respira en La Generala. —Hace una inspiración teatral—. ¿No lo hueles?

Me levanto de la silla para verme de pies a cabeza. Rosi también está terminando de retocarse. Es más bajita que yo, así que lleva tacones y cuando me envaro junto a ella, el reflejo de ambas es bastante adecuado para dos personas que piensan divertirse.

—Lo que huelo es ese perfume de rosas que te encanta ponerte —digo.

—No, no, se huele intriga. Sobre todo si la madre de Emilio entra en escena.

Curvo la ceja, preguntándome si ella se ha dado cuenta de toda la tensión que hay.

Las comidas suelen ser silenciosas si no se habla de mis avances o de la hacienda, y a menudo me doy cuenta de que, si no es para indicaciones, Emilio y Lina apenas se dirigen la palabra.

—Gastón habla mucho de sus patrones —confiesa Rosi—. Como no tengo nada más que hacer, salvo algunas revisiones que tu padre me requiere, prefiero hablar con él que no hablar en absoluto.

—Podríamos salir a correr por las mañanas. Me ayuda con la resistencia.

Encogiéndose de hombros, se vuelve y me enfrenta.

—Ya estamos listas.

—En serio, Rosi, podríamos hacer cosas juntas para que no tengas que escuchar esos chismes sobre Lina.

Mi compañera sopesa la propuesta, cejuda.

—¿Te cae bien?

—No —miento. Me acomodo un mechón de pelo—. Pero veo algo triste en sus ojos. Eso si se digna a mirarme.

Cuando yo tenía ocho y mi madre desapareció veía esas cosas en los ojos de mi padre y hermano. Por lo regular estaba sola en mi habitación, con un reproductor de música y unos audífonos pero sin ánimos de escuchar nada.

A veces pienso que Lina toca a fuerzas ese piano, que mira las teclas como si estuvieran llenas de un material extremadamente tóxico.

—Deberíamos bajar —Rosi busca su bolsa.

Me debato entre la idea de hacerle algunas preguntas sobre todo eso que le cuenta Gastón, pero una parte de mí prefiere mantener esta imagen nostálgica de ella, al menos eso es una elección mía y no la opinión de otros.

Termino asintiendo para seguir a Rosi fuera de la habitación.

Emilio está de pie en el umbral del salón cuando bajamos las escaleras. Me quedo de pie en el rellano mientras Rosi camina hasta él con una confianza que yo no he conseguido crear en cuatro semanas. Es una cuestión quizá de extrañeza o quizá de envidia, porque me gustaría ser así.

Trago saliva para darme valor e intentar seguirla, pero una voz que surge de detrás de esas paredes me detiene. Me detengo antes de ponerme en la mitad de otra situación familiar, así que ellos continúan dándome la espalda por unos segundos.

Nada más me enfrentan, me arrepiento de haber dejado que Rosi eligiera lo que iba a vestir. Siento los brazos desnudos y el escote demasiado amplio, y el pantalón de pronto también es demasiado entallado. Soy demasiado consciente de mí misma, de mi complexión media, mi físico común, mi pelo castaño.

Una voz en mi interior grita que debí de usar tacones, que son más femeninos, y también que tendría que haberme maquillado menos.

Pero Emilio camina hacia mí, en mi dirección solamente, sin ponerse a revisar mi vestimenta o reparar en alguna parte de mi cuerpo. No sé por qué el hecho me decepciona. Y lo hace. Un hoyo se forma en mi estómago, como si no hubiera comido desde hace días.

—Ya te digo, hice itinerario y todo —está diciendo Rosi.

Odio no saber de qué están hablando.

Emilio responde como si las clases de dos horas diarias se las estuviera dando a ella y no a mí:

—Mi padre siempre prefirió los productos nacionales, jamás lo hubieras convencido de exportar su cerveza.

—Es un negocio cuadrado, si me preguntas a mí.

Claro, Rosi sabe de finanzas. Es administradora y sé que es buena, que mi padre no podría prescindir de sus servicios. Pero no sé de dónde ha salido esa familiaridad o si llevan días así y yo no me había dado cuenta.

Cruzamos el patio frontal de la casa hasta llegar a uno de los vehículos. Rosi no me pregunta nada y se monta en el lado del copiloto. Emilio no me ha mirado una sola vez.

Yo, por otro lado, me lleno un poco de su imagen. Dejo que el cuadro completo atraviese mis retinas hasta que me harto de él. Ha echado a andar el vehículo. Aprovecho que tanto él como Rosi empiezan a hablar de la marca de La Generala como cerveza artesanal y clavo la vista ventana afuera.

Desearía no haber venido. Desearía que él no se viera tan bien... Aunque no es demasiado distinto, esta vez no lleva camisas remangadas y desabotonadas y pantalones deslavados o un cabello sin control; visto de esta manera, mandíbula definida y el fleco rubio bien peinado, se parece más a las fotos de su padre.

No lleva lentes así que supongo que tiene de contacto. El resto de él, por mucho que me pese decirlo, luce perfecto, como esas canciones que te estremecen la piel. 

Todos tus secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora