12

74 22 4
                                    


Emilio


Rosi no para de hablar y no puedo creer que eso me haya relajado en el camino. Porque al mismo tiempo no me deja pensar. Esa es la prioridad esta noche; no necesito pensamientos ruidosos en mi cabeza y no necesito hacer tanto caso a los chismes de Gastón.

Le prometí algo a Brandon y es lo que estoy haciendo.

—¿Y tu madre qué opina sobre esta clase fuera de lugar?

—¿Fuera de lugar? —pregunto en automático.

Rosi no se retrae, como cabría esperar en una chica que tiene los pies sobre la tierra. Debe de tener la misma edad que Antonia y aun así no se la ve tan taciturna y desapegada como a veces creo que le pasa a la otra.

—Sí, fuera de lugar. Siento como si fuéramos a un karaoke.

No puedo contener una sonrisa, aunque no me fluye del todo.

—Oh, Dios —replica mi copiloto, con más sorpresa de la que me gustaría ver en su cara.

La miro de forma intermitente contra el camino, sin esperar a que me confiese lo que está pensando.

—Quiero regresar, si no te molesta —dice Antonia, de pronto.

Su voz es tan tajante que tengo la sensación de que esta es la primera vez que la escucho hablar. Miro por el espejo retrovisor, pero lo único que encuentro es un silencio oscuro.

—No es tan malo como lo pintan —murmuro.

Aprieto las manos al volante hasta que los nudillos se me ponen blancos.

—Quiero volver —Antonia espeta—. No voy a hacer el ridículo en frente de un montón de gente desconocida.

—Antoti, es un pueblo. Aquí no hay demasiada gente.

Tomo aire y digo—: Es una parte importante de tu entrenamiento. Quiero ver qué tanto puedes manejar los problemas que nacen de las presentaciones improvisadas...

—No necesito esto, Emilio —continúa, y parece una leona.

Alzo las cejas, sopesándolo por tan solo unos segundos. El camino de tierra que lleva a La Generala está por terminarse y luego nos tomará menos de quince minutos arribar al pueblo de San Tobías.

Es posible que esto se hubiera evitado de haberle dicho antes, pero por alguna razón también siento que el mal humor de Antonia no es nada más por la exposición de la que se hartó con el reality.

—No será tan malo —le digo al espejo, pese a que nadie me devuelve la mirada—. Y te vas a divertir.

Rosi está sonriendo de oreja a oreja. Eso me ayuda un poco.

—Yo no canto nada, te lo advierto —admite.

—Ahí lo tienes, aprovechamos para darte un par de consejos.

Al instante me arrepiento de haberlo dicho, pero Rosi no hace caso y se pone a corregir no sé qué en su rostro, mientras sostiene un espejo en su mano. Se demora un par de minutos allí y luego busca una estación en la radio.

—No canto y tampoco creo que tenga buen gusto.

Por acto reflejo, la mención de un gusto me hace buscar a Antonia, pero ella sigue callada y sumergida en la oscuridad de la cabina trasera de la camioneta.

Vi las grabaciones mientras estuvo en el programa; era una alumna ejemplar, carismática, que prestaba atención y trataba de disfrutar de lo que hacía. Que haya venido a La Generala a veces me hace pensar en mí mismo cuando decidí estudiar música y abandonar mi destino en la hacienda, como siempre dijo papá.

Todos tus secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora