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Antonia


Por fin me ha salido la canción. Pero eso no ha eliminado la insatisfacción en el rostro de Lina. Lina, que no me ha mirado ni una sola vez y tampoco me ha interrumpido para hacer señalamientos, como otras veces.

Me aclaro la garganta para llamar su atención.

—Trabaja en los graves —suelta. Sus palabras suenan a nada y todo a la vez—. Hoy ha estado bien.

Una empleada entra en el salón. Carga con una bandeja, un servicio de té en ella, y noto que también una carta.

Me preparo para vocalizar un par de veces más, a ver si mi instructora me pide que me marche. Pero hay dos tazas en la charola. La chica se retira sin decir ni hacer nada más. Lina guarda el sobre en la bolsa de su pantalón y se pone de pie para comenzar a disponer de la taza y la tetera, de cuya boquilla surge un humo con olor a anís y miel.

—La miel le hace bien a la garganta. —Sirve una tacita y luego la otra, toda delicadeza—. Solo espera a que esté a una temperatura razonable.

Asiento.

Me gustan sus modales. Se mueve con tranquilidad, pero no es taimada; sus piernas largas, su figura regia, ese aspecto de actriz de los cincuentas que cubre su cuerpo entero. También bebe de su taza con la elegancia de una persona cuyos silencios hablan más que sus palabras.

En Google hay mucha información sobre ella, pero no he querido mirar. Después de encontrar unas fotografías con el escándalo que se formó alrededor de la muerte de su difunto esposo preferí tratarla en las clases como a la profesional que es.

Decidí que su vida personal no me importa en lo absoluto.

—Procura hacer staccato más seguido. Dile a Emilio que cambie las rutinas de ejercicio. Le pediré a la cocinera que te dé una dieta especial, sin tanta sal y harinas.

—Ya llevo esa dieta, Lina, gracias. Por naturaleza no soy fan de consumir salado.

Por primera vez en lo que va de la mañana, sus ojos se elevan a mirarme. No veo nada de Emilio en ellos, aunque sus facciones son ciertamente semejantes. Tienen la misma nariz respingada y los pómulos altos. El marco completo de su rostro es serio, de inflexibilidad, pero después de algunos días aquí ya noté que no son personas inflexibles. Son solitarias.

No me puedo imaginar el cuadro de Emilio y Lina conviviendo cuando ambos prefieren estar solos la mayoría del tiempo.

Le doy un sorbo al té, mientras pienso en mi clase de ayer con su hijo, la manera en la que está haciendo que mi oído se agudice y que yo disfrute de cada cosa que escucho.

Incluso de sus clases.

—¿Cómo te está sentando la hacienda?

Al principio no quiero responder, pero hay amabilidad en su tono, así que expulso la incomodidad y me obligo a mirarla.

—Supongo que bien, pero no me puedo relajar del todo.

Me froto la frente con dos dedos.

Lina desvía la vista hacia la ventana detrás de mí. La luz de la media tarde titila en su mirada, un espectro que creo ver pero no quiero imaginar.

—Yo... solía huir aquí cuando me agobiaba el estrés del mundo artístico.

Es un recuerdo jovial, puedo verlo. Pero en sus labios se forma una línea apretada nada más le brota la última palabra.

Todos tus secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora