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Antonia


—¿Qué es esto?

Hay una pila de libros encima de la mesa. En el que supongo que es mi lugar. Siento la necesidad de abrazarme a mí misma, sin pensar en que alguien me observe o sea mi juez y mi verdugo.

Miro la torre de lomos y busco la mirada de Emilio, pero él no alza la cabeza. Está concentrado en su laptop. Escribe de forma rápida y sin pausas, conectado a la pantalla.

Carraspeo.

—Son libros, Antonia.

Imbécil que eres...

—Ya sé que son libros, pero ¿para qué?

—Para lo que se usan los libros.

Ruedo los ojos a pesar de saber que él no me va a mirar. Eso le quita un poco de magia al gesto. Me acomodo en la silla a su lado.

Estamos solos en la habitación; el ventanal del fondo tiene las cortinas corridas, se nota un aire acondicionado silencioso y un aroma a café. Intento ignorarlo, pero es uno de los vicios que he tratado de dejar cien veces.

—Vamos a aprender un poco de historia del arte. Música, para ser más exactos.

No puedo ni siquiera parpadear. Él cierra la laptop, la hace a un lado y comienza a hurgar entre el montón de libros. Ha sujetado uno con paciencia, mientras aleja al resto.

Estoy tan perpleja que durante algunos segundos solo puedo mirar sus movimientos estudiados.

—Mi intención no es burlarme de ti, pero no sé si quiera estudiar algo de historia.

—Es necesario. La teoría siempre te prepara para la práctica.

—Ya.

—Tu cantante favorito.

Enarco una ceja.

Ahora él está mirándome a través de sus lentes. Pierdo la mirada en la superficie de la mesa, no sé si confundida o qué, pero no encuentro las palabras. Su cara no da pie a ninguna interpretación. Y empiezo a creer que su paciencia no tiene límites.

O le hace falta conocerme bien para empezar a perderla.

Sus cejas se arquean, ambas. Ha puesto los codos sobre la mesa y sus manos forman un puño a la altura de su mentón. No está peinado. Pero de pronto pienso que quizá ese garabato en su cabello es exactamente su peinado.

Después de algunos segundos callada, caigo en la cuenta de que está esperando y no era una pregunta. Sus ojos me escudriñan, me analizan como quien ya sabe la respuesta. Quisiera poder responderle algo digno, pero no hay mucho que decir sobre mis gustos.

Así que, encogida por la pena, digo—: No tengo.

—¿Qué género prefieres escuchar?

—Puedo escuchar lo que sea, solo hay cosas que no entiendo.

Él asiente, se inclina, y de algún lugar debajo de la mesa saca unos audífonos aislantes. El cable se extiende por la alfombra del salón y lo pierdo de vista detrás de una cantina que está llena de botellas y copas.

—Hay otra taza allí —señala Emilio.

Sigo la dirección en la que apunta su dedo índice, ya que se ha levantado para ir hasta la ventana. Echa un rápido vistazo y vuelve a su lugar.

Todos tus secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora