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Emilio

Un poco de incomodidad no le hace daño a nadie. Lo sé porque llevo dos horas trabajando sin parar con Mimi. Pero abro los ojos y todavía estoy en el estudio, a solas, y porque Teo y Mimi se acaban de ir a cenar.

Pongo la grabación número tres, la canción a dueto, ya con las primeras pistas en ella. Puede que Teo no se haya encargado de la musicalización en este caso, pero es un profesional con todas las letras. No escucho del todo el sonido del bajo, así que escribo la nota, el verso y paso a señalar el error.

Sigo un rato más y me coloco los audífonos, con la voz de Antonia con su solo en mis oídos y la sensación de que podría hacer esto toda la vida. Me aclaro la garganta como si me naciera una excusa y hubiera alguien aquí observándome.

Son cerca de las doce de la noche, Teo iba a volver hace como una hora. Me reclino en la silla, escucho atentamente y completo el tema, hasta que escucho un disco repitiéndose en mi cabeza, hasta que me sé de memoria sus inflexiones y su forma de agudizar una palabra, hasta sentir escalofríos.

Tiro de los audífonos y los dejo encima de la consola. Me escuecen los ojos y siento un nudo en el pecho, que es reemplazado por frío corporal al abrirse la puerta de golpe.

Esperando que Teo haya vuelto para terminar, me pongo rápidamente los auriculares, solo en un oído, solo para no parecer turbado.

—Es tarde ya —Antonia está a mi lado, la vista en los controles de la consola principal, que siguen encendidos—. El auto de Teo no está, si es a él a quien esperas.

Suelto el aire entre los labios a la espera de que ella no note la frustración en el gesto.

Recorro un poco la silla y la hago girar para estar cara a cara con mi alumna.

Mi exalumna.

—Vine por mi billetera, la olvidé hace un rato.

Asiento. Salió corriendo nada más terminar su sesión esta tarde. Por el humor que tuvo Mimi todo el día no podría culparla.

—En ocasiones también quisiera huir de Mimi —confieso, y luego señalo la mezcladora—. Estoy escuchándote.

—Mmm, deja de hacerlo ya —se sienta en la silla de Teo—. Por favor, si lo haces demasiado terminarás hastiado de mi voz.

—Eso —inhalo y exhalo en staccato— no va a pasar nunca.

Finjo que muevo los controles, deseando al mismo tiempo que Antonia no entienda nada de ingeniería musical.

Quiero retirarlo.

No. Quiero contener el aire hasta que se vaya.

—Deberías irte a descansar, no creo que Teo vuelva.

—Lo sé. Pero nunca me falta la fe en las personas —me río, pero me quiero dar un par de bofetadas.

Es como si estuviera sonámbulo. Antonia tiene razón, necesito irme a descansar. Necesito una ducha fría o un analgésico.

Apago la consola tras erguirme. Antonia se cuelga al hombro su bolsa, y no sé por qué eso me parece tierno. Es una bolsa pequeña, en la que cabrán apenas un celular y la billetera que se había dejado aquí.

—¿Volviste tú sola? —pregunto, mientras me pongo la chaqueta.

—Mi papá me está esperando en el estacionamiento.

Salimos del estudio, los pasillos vacíos y en mitad de una penumbra amarillenta. Un guardia sale del ascensor cuando lo llamamos.

Pulso el botón para ir al estacionamiento aunque yo tengo que salir por la recepción rumbo al sitio de taxis. Antonia teclea en su móvil, con la punta de su dedo entre sus labios.

Me enseña la pantalla de lo que parece ser una nota de prensa, criticándola. Es sobre la jueza esa que solo está en el panel de jueces para armar polémica, porque ni derrocha talento ni es tan profesional como dice.

Cualquier persona que acepta trabajar en un programa de esos renuncia a la mitad de su ética laboral, es como dejar la moral debajo de la alfombra de tu casa para fingir que no existe.

—Lo normal en este medio —digo, me subo el cierre de la chaqueta a la altura de la laringe— sería padecer la fama o ignorarla lo suficiente.

—No culpo a Lina por renunciar —responde, la voz átona.

Hago un mohín, ácido en la saliva al pasarla.

—Lina renunció por la vergüenza, Toni, no porque no resistiera la presión de los chismorreos. Nunca le importó lo que dijeran de ella, solo no intuyó el desastre que ocasionaría un hijo fuera del matrimonio y una amante debajo de su techo por tantos años.

Ella me está mirando, pero no lo hago de vuelta porque sería un error terrible, puedo presentirlo. Es un vaticinio bélico.

—No estés enojado con ella —dice cuando estamos bajando la rampa hacia la cochera—. A mí me parece que ya sufrió bastante.

Agradezco ver el coche de su padre, así que la guío sin decir nada más. El hombre me saluda desde su lugar, sin abandonarlo.

Antonia me toca el brazo, y no me queda de otra que girarme, porque sé que quiere que la mire.

Lo cual, me repito, es un error.

—Lo lamento, no era mi intención incomodarte.

Abro la puerta para que entre y que se marche de una vez. Ni siquiera debió de aparecer a estas horas, en el estudio. De la nada siento ganas de decirle que cambie de personalidad, que no cante.

Que no sea tan... todo.

Siempre he sabido que soy una persona egoísta, pero Antonia me lo recuerda cada vez que aparece; en mi presencia o en mi mente, da lo mismo.

—Por eso digo que los límites son necesarios —le espeto, y su gesto se endurece—. Nos vemos.

Doy la vuelta al automóvil sin esperar a que responda. No quiero que diga nada, de hecho. Su padre me ofrece llevarme, pero le soy honesto y explico que quiero caminar un poco y además el edificio no se encuentra demasiado lejos.

Me acomodo la cinta del maletín a través del pecho y me echo a andar, una brisa fría comenzando a caer cuando salgo a la calle ennegrecida. 

Todos tus secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora