4

63 29 6
                                    



Emilio


La punta de la pluma se desliza encima de la partitura. Observo el avance de la composición y me imagino a Mimi con su calidad vocal y la colocación de su voz, en una balada tan simple como esa. Detrás de mí, la puerta se abre y se cierra.

No necesito girarme para saber que es mi madre.

—Quiero que trabajes con ella al menos cuatro días a la semana, dos horas... No, tres.

—Es excesivo.

—Que aprenda algo de instrumentos. No le caería mal mejorar su escucha, lo que sea... Que conozca un poco más el mundo en el que está.

—Es una hacienda cervecera. Aquí no sabrá nada del medio.

—Te recuerdo que fue tu idea ayudar a Efrén.

—Tiene potencial.

—Por favor, mírame mientras me hablas, Emilio.

Me congelo por unos segundos.

Cada vez que mi madre me pide un poco de atención, acabamos peleando. Ella pelea por mi elección de dejar mi vida en la capital y venir a acompañarla a este lugar. Yo peleo porque ni siquiera cuando pretendo ayudarla me permite ser yo mismo.

Hago caso a su petición, dando la vuelta al asiento giratorio.

—Dime.

Ella también está cruzada de brazos.

—¿Por qué?

Titubeo, pero termino encogiéndome de hombros.

—Antonia no es un proyecto más. Esto no es Operación Reyes.

—Es un favor a un amigo, nada más eso.

Los Sáenz estuvieron allí cuando mi padre falleció. A pocas personas les contamos el drama alrededor de su muerte, que la hacienda se quedó endeudada, que tenía un amante y que la depresión no deja, desde entonces, a la mujer que lo amó incondicionalmente.

No lo parecería, pero Lina se encerró en esta casa como penitencia por no darse cuenta antes. No puedo dejarla sola...

—Tiene talento.

—Lo tiene —digo y vuelvo a mi posición anterior—. Confía en mí.

—Yo confío en ti —dice.

Está cerca y su distancia me parece tan amplia como la Antártida. Quisiera decir que me afecta cada vez menos su indiferencia, pero sé que es lo que necesita por ahora.

Sólo necesita acoplarse.

Suspiro. La voz de mi cabeza me recrimina esa idea. Quizá porque sé que no es verdad. Sé que ya han pasado cinco años y que yo ya dejé la mitad de mi vida por esa esperanza que cada día se reduce.

—En todo caso, tú encárgate de su oído —repone.

—Lo haré.

Suenan pasos. La puerta se abre y cierra otra vez, y de pronto estoy solo. 

Todos tus secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora