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Emilio

Me quito las gafas para poder frotarme el puente de la nariz. Como tengo cerrados los ojos, no puedo ver la expresión de Gastón ni qué está haciendo con sus manos.

Sé que apenas me soporta, que no podremos nunca convivir por más de quince minutos. Los temas se nos agotan hasta terminar hablando sobre su madre y mi madre y los pecados que cometieron.

Firmo la última orden que me entrega, esperando que la tome sin entablar conversación.

—Apenas alcanzará con eso —dice como si yo no lo supiera—. No sería mala idea pedir un préstamo o algo.

Inhalo profundo y contengo el aire.

—Ya hay dos hipotecas activas, sé que lo sabes.

La madera de la mesa es caoba. Hay un mantel largo en el medio que la recorre de lado a lado, mientras un florero adorna el centro. Nadie puso flores allí, porque ya nadie las siembra.

Antes la casa estaba impregnada del aroma fresco y cálido de las rosas del jardín. Pero mi madre se encargaba de ello. Tenía una empleada que, en sus ausencias, las cuidaba y seguía sus instrucciones al pie de la letra.

Ahora nadie corta rosas para los jarrones y la casa huele sólo a madera.

—Sé que es poco, pero a final de mes tendremos el resto, no te preocupes.

Sin soltar el cheque, mira a un lado y a otro del comedor grande.

—Esa chica, ¿a qué vino?

—Lina le va a dar clases.

—Vaya. ¿Ha vuelto a cantar?

Cierro el libro de contabilidad que tengo entre las manos.

—Sabes que no.

—No tiene madera de chaperona. —Se le escucha feliz con ello—. Me alegra, es bueno que salga de su rutina.

Después de haberlo evitado, lo miro a los ojos, buscando mala intención en ellos. Hay cosas que prefiero no ver en la cara de mi medio hermano, tal vez por miedo, tal vez como una súplica interna. Ya no sé cómo llevar esta relación.

—La rutina es lo único que la hace sentir calmada. La relaja. Un cambio brusco...

Niego con la cabeza. Ni siquiera sé de qué manera podríamos hablar con sensatez. Cada vez que lo intento se levanta frente a mí una pared de ladrillos tan alta como un campanario.

Pero nunca pierdo la esperanza. Gastón, aun así, alza las cejas y esboza una sonrisa, sacudiendo el cheque contra una de sus palmas.

—Las culpas —dice, y se da la vuelta.

Lo observo marcharse con la misma pregunta de siempre colgándome de la lengua. Me recuesto en la silla sin apartar la vista de su espalda, hasta que se pierde por el corredor. Por fortuna, no paso demasiado tiempo solo como para empezar con recriminaciones internas; tal parece que quien lo engendró en adulterio fui yo y no mi difunto padre.

A veces siento que el castigo es autoimpuesto, pero no sé por qué.

—Me tomé dos Red Bull que me dio la chica de la cocina —Antonia me sonríe desde el marco de la puerta.

Tampoco sé responder a eso. Es un gesto extraño para mí, porque no la conozco y su aspecto es como el de una niña que está en ceros. No sabe quién le gusta siquiera, o le gusta tanto todo que no puede escoger.

Todos tus secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora