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Antonia


En kilómetros a la redonda, no veo más que un paraje amarillento y por partes verdoso. Es una ruta de tierra y los movimientos del coche son incómodos. La radio estaba encendida desde que entramos. A mi lado, Rosi mira su tableta mientras desliza el dedo por la pantalla. Sé que está coordinando citas para mi padre. Por enésima vez.

Para la época, no hace calor. Aunque me siento acorralada por el de mi propio cuerpo.

Miro una vez más por la ventana y dejo escapar un suspiro. El camino es pedregoso, pero pronto tomamos una ruta con tierra firme, que dirige a unos enormes arcos de concreto. Una reja de herrería se abre para darnos paso y solo así mi acompañante pone un poco de atención al entorno.

Rosi nunca se había enojado conmigo, pero ahora lo está y no puedo culparla: mi padre la obligó a venir conmigo para asegurarse mi buena conducta y mantenerse al tanto, así que su actitud distante es exactamente lo que me merezco.

Mi reloj da las tres de la tarde. Fue un camino de poco más de doce horas, en avión y en carretera luego. Pero ni todo ese cansancio ha logrado que me olvide de las últimas palabras de mi hermano: que Emilio me está haciendo un favor, y que debo de estar agradecida.

Alguien me abre la puerta. No espero para bajar. Otro empleado me mira sin decir nada y me señala el camino con la mano. Me apresuro a descender para embargar mi vista de todo lo que me rodea.

Hay una fuente en la entrada y la enorme puerta de la hacienda parecen los portones de un mausoleo. Una torre con una pequeña campana corona el techo.

—La Generala es una de las pocas haciendas que sobrevivieron a la revolución —dice una voz suave pero masculina detrás de mí.

Me vuelvo a mirarlo, curiosa, y me abrazo a mí misma al encontrarme con los ojos del sujeto que me ayudó a bajar. Dos enormes zafiros que me atraviesan, inquisitivos.

—Supongo que usaban la campana para algo...

—La tañían cuando venían los bandoleros a asaltar las bodegas, los graneros y las cocinas.

Está sonriendo, pero hay un dejo de nostalgia en esas palabras. No tengo tanto conocimiento del tema, por desgracia, y siento la aspereza de ello cuando Rosi se ajusta un sombrero a la cabeza. Su cara es un poema a todo eso que nos obligan a hacer y callar.

Busco sus ojos, pero me evitan.

—La Generala es un nombre interesante —dice.

El joven me observa unos segundos, mas ignora por completo a mi compañera. Se limita a abrir la puerta con cautela y empuja levemente hasta que se oye un chasquido. Antes de entrar, reviso que mis maletas estén a salvo y respiro hondo al darme cuenta de que hay dos empleados más bajándolas.

Guardándome las manos en los bolsillos, avanzo detrás del hombre, que es alto y de apariencia juvenil. Cruzo el recibidor con un nudo en la garganta por la cantidad de preguntas que quiero hacer. Desde aquí, alcanzo a distinguir el rellano de una escalera colonial, de dos entradas.

Un sobrecogimiento me estremece al echar un vistazo rápido. Un enorme salón, puertas altísimas que rozan el techo, un candelabro que cuelga del mismo y lámparas quinqué que le dan al ambiente una apariencia colonial, como en esas fotos viejas que hay en los museos y en los restaurantes.

—Pueden pasar. Emilio vendrá en seguida.

—No nos dijo su nombre —le hago ver.

Una sonrisa puja de mis labios, pero no la dejo salir.

Todos tus secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora