Capítulo 37: Mitades.

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«Soy mitad agonía, mitad esperanza».

-Jane Austen.

En la tercera semana le permitieron visitar a Liv, pero, en cierto modo, casi preferió no hacerlo.

—He subido de peso. —Poseía unas ojeras enormes bajo los ojos y estaba más pálida que nunca. Cargaba el Walkman que Vinnie le regaló como si fuera un amuleto, con los audífonos descansando en su cuello—. Los malditos fármacos lo provocaron. ¿Sabes lo que mi profesor de ballet diría si me viera así?

—Le cortaría la polla antes de que abriera la boca —soltó, y Liv apretó ligeramente las comisuras de los labios—. ¿Cómo te han tratado?

Tenía finta de ser un buen lugar. Liv le contó que su habitación constaba de muebles simples con una pequeña cama. Las luces tenues la ayudaban a mantener la calma. Las áreas comunes estaban divididas en bloques, y ella pertenecía al segundo. A menudo les ofrecían charlas grupales, pero Liv detestaba asistir. Se sentía culpable por estar allí, sabiendo que había personas más enfermas que necesitaban ese espacio más que ella.

La mayor parte del tiempo era silencioso, bastante apacible, con un personal atento, pero en otros días, el silencio se volvía un ruido ensordecedor y caótico. El ambiente apacible se convertía en una guerra entre las personas enfermas y su enfermedad. Y el personal atento se tornaba sanguinario.

Sentadas en un jardín sombreado, tenían el imponente edificio blanco justo frente a ellas. Todo el lugar estaba bajo vigilancia; les permitían disfrutar de espacios abiertos y serenos, pero siempre con precaución. Los jardines y la capilla eran los sitios preferidos de muchos pacientes, diseñados para fomentar el bienestar emocional. Liv confesó haber rezado un par de veces en la capilla, a pesar de que nunca se consideró una persona creyente.

Lauren alcanzó a ver un par de cicatrices en la fosa escafoidea y en el hélix de las orejas de Liv. También vio algunas en los hombros y a lo largo de la clavícula.

—Tienen sus días —comentó con voz cansada—. Cuidan de la salud mental de las personas, pero desgastan la suya en el proceso.

Deslizó la yema de los dedos por el hombro de Liv, quien observó en silencio el suave recorrido de la caricia.

—Fue un comportamiento impulsivo provocado por el episodio maníaco —explicó, mirando al suelo—. Comencé a arañarme el cuero cabelludo hasta sangrar. Pasé a las orejas, las clavículas, los hombros, los brazos, la espalda y las piernas. Rasgaba hasta que la sangre me cubría por completo. Me autolesionaba en busca de una satisfacción enfermiza. Me resistía a la medicación y agredía a cualquiera que intentara ayudarme. Fue... la sertralina me volvió loca. —Terminó con una risa forzada.

Lauren exhaló el aire que estuvo conteniendo. Tenía la boca reseca y deshidratada. Se sintió como si flotara en el aire, con la mente desconectada de su cuerpo. No podía hablar, tragar ni respirar con normalidad. La capacidad de pensar se le escapó.

—Lamento si fue demasiado —se disculpó.

—Yo pregunté —respondió ella con suavidad—. Hace unas semanas Florence llamó.

No sabía cuán problemático o contraproducente resultaría decirlo, pero se encontró haciéndolo mucho antes de considerar las posibles consecuencias. Debería limitarse a escuchar más y hablar menos. Carajo.

—Siente culpa. —Livia hizo una mueca y frunció el ceño con disgusto—. No lo hacen con la intención de dañarme, pero para mis padres, siempre he sido más una terapeuta que su hija.

»Mi madre se culpa porque estuve presente en su primer intento de suicidio. Mi padre se culpa porque escuchaba todos sus malditos problemas y, si trataba de establecer límites, me manipulaba —dijo. Se frotó los ojos, pero no derramó ni una lágrima. Admitió que los antidepresivos silenciaron por completo sus emociones—. Es todo lo que escucho cuando me visitan. Estoy harta. La última vez que Florence estuvo aquí, me preguntó qué haría después de salir. ¿Y si no quiero hacer nada? ¿Y si no quiero ser nadie?

Divinos Dioses HeridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora