Capítulo 24: Diferencias de poder.

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«La palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas».

-Gustave Flaubert.

Caminaba con su característica elegancia, cada paso marcando su presencia en el lugar con un aire excéntrico. El cinismo en su mirada se mezclaba con el aroma de un vino tinto matutino, y su imagen superficial servía de escudo contra las lenguas corruptas y deshonestas.

Blackwell, un diamante de ojos azules, deslumbraba a quienes se cruzaban en su camino. Sus ojos reflejaban el océano al atardecer, tan llamativos como peligrosos. Pero detrás de esa apariencia reluciente, se escondía un diamante cargado de energía maligna y rencor, listo para desatar el caos. Su postura arrogante y aura malévola lo precedían mientras entraba en el imponente edificio Russo, sin molestarse en anunciarse ni pedir una cita con Alessandro.

Una arruga se formó en la parte posterior de su mejilla izquierda. Las personas a su alrededor se apartaron, conscientes de la intensidad de su mirada fija en las puertas del ascensor. Los ojos de Blackwell destilaban sed de venganza, ansiosos por el momento en que la saciara. Cegado por el poder y la ira, no era consciente de las consecuencias de sus acciones.

Lastimó a Laurie. Yo lo lastimaré a él.

Emergió del ascensor con una actitud de éxtasis y poder, su porte radiante y sus movimientos cuidadosamente calculados en un traje confeccionado con una tela fina y pulcra, diseñado para eventos especiales. Todos lo observaron expectantes, seguros de que haría lo correcto. Esa sonrisa altanera y prejuiciosa, marcada en una mandíbula que se embellecía con cada temblor causado por el choque de sus dientes, revelando el exótico hueso impar, central y simétrico, en forma de herradura que adornaba su rostro, solo significaba una cosa: victoria.

Se posicionó frente a la puerta de la oficina de Russo, se ajustó la corbata negra y entró en la habitación. El hombre alzó la vista, dispuesto a reprender a quien osó entrar sin llamar, pero entonces lo vio a él.

—¡Mi muchacho! —exclamó, extendiendo los brazos con gozo—. Es un placer tenerte por aquí, pero no me avisaron que vendrías.

—No hacía falta —respondió Blackwell. Estaba a punto de borrarle esa jodida expresión satisfecha del asqueroso rostro.

Sin darle oportunidad de responder, cerró la puerta, avanzó hacia Russo, lo sujetó con fuerza por la nuca y lo arrojó del asiento en un solo movimiento. El hombre cayó al suelo con un golpe sordo y quedó tendido en una posición vulnerable.

Aprovechó su vulnerabilidad y presionó con firmeza el pie contra su pecho, ejerciendo una presión implacable hasta que la suela de su zapato se hundió en su piel. Blackwell levantó la cabeza, y sus ojos azules en llamas se encontraron con la mirada atónita y temerosa de Russo.

Escuchaba su propia respiración agitada. Luchaba por mantener el control, pero el deseo de causar daño se volvía cada vez más insoportable.

—¿Quién te ha dado el jodido derecho de tocarla? —dijo. Se acuclilló sobre Russo y presionó con más fuerza el pie contra su pecho.

El hombre se retorció bajo él y trató de liberarse, pero sus gritos de auxilio se ahogaron con la mano que Dominic le colocó en la boca.

—Te he hecho una pregunta. —Su voz era suave pero cargada de autoridad. La indulgencia parecía ser un rasgo generoso en su postura, pero era tan falsa como sus esfuerzos de no mostrarse completamente enardecido—. Ah, no puedes hablar —ironizó con mordacidad—. ¿Prometes que, si retiro la mano, no gritarás?

Divinos Dioses HeridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora