Capítulo 35: Estatua inerte de un héroe.

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«También yo he sentido la inclinación a obligarme, casi de una manera demoníaca, a ser más fuerte de lo que en realidad soy».

-Sören Kierkegaard.

Lauren se adentró en la Villa de la familia Ferrara, con pasos lentos y cautelosos. A su espalda, un par de guardias la seguían de cerca, vigilando que siguiera el camino correcto.

Recibió la llamada hace dos días durante su cita con Dom. Fue algo inesperado y repentino encontrar el nombre de Florence Ferrara en su identificador de llamadas. Su primera reacción fue bloquear el celular y fingir que la llamada no existió, pero al imaginar que eran noticias nuevas acerca de Liv, decidió responder.

No debió hacerlo.

Un sentimiento de culpa la invadió con tanta fuerza que las piernas le fallaron. Dominic se ofreció a acompañarla, pero ella, en su estúpida y egocéntrica postura de «yo todo lo puedo», se negó. Se arrepintió tanto que ni siquiera era divertido.   

Ingresó a la imponente mansión de los Ferrara, donde le indicaron que Florence la esperaba en el jardín central. Recorrió varios pasillos llenos de retratos y pinturas, como si estuviera en un museo. Unas escaleras de caracol la llevaron a otra sala y, al final, una puerta corrediza le dio acceso al jardín.

Pocos minutos más tarde, se acomodó en uno de los opulentos sillones giratorios La Rachelle, tapizados en un llamativo dorado. Estaban dispuestos de manera que ofrecían una vista impresionante de la montaña y el mar.

—Seré muy honesta contigo, Lau. —La voz de la mujer era suave y melodiosa. Ella no respondió, pero dio un pequeño asentimiento amable—. No esperaba que vinieras.

Lauren desvió la mirada, encontrando el esmalte rojo en sus uñas más interesante que el imponente paisaje de la Villa Ferrara.

—Prometí hacerlo.

—Lamento si soy demasiado insistente, es solo que... no lo entiendo. —Era la desesperación de una madre enfrentada a la incertidumbre y al dolor. Una madre angustiada e impotente, incapaz de ayudar a su hija—. Liv solía encontrar alegría en tantas cosas, pero de repente, todo cambió. Era una niña llena de vida, hasta que dejó de serlo. Soñaba con ser una bailarina exitosa, sueños que terminaron por desvanecerse. Perdió la pasión por la vida.

También estaba la madre que se culpaba por no darse cuenta antes. Lauren la entendía perfectamente.

—Ayer me llamaron del hospital. —Fumaba, pero los dedos le temblaban, y sus labios inestables luchaban por alcanzar el filtro del cigarrillo. Su rostro pálido contrastaba con el humo del tabaco—. Tuvo un episodio maníaco por la venlafaxina, así que la sedaron. La visité hace unos días, pero... —El cigarro se le cayó de entre los dedos, y se cubrió el rostro. Con rapidez, Lauren apagó el cigarro y colocó una mano en su hombro—. Lau —dijo en un llanto desgarrado—, esa no era mi hija.

Como si hubiera tocado metal hirviendo, apartó la mano del hombro de la mujer y retrocedió. Una fuerza externa la empujó, y una presión intensa se apoderó de su corazón.

—Mejorará.

Con cada día que pasaba, resultaba más difícil creerlo, pero no perdería la esperanza en su amiga. Se negaba a convertirse en alguien que apagaba la vida de los demás. Rechazaba la idea de aceptar que Liv no se recuperaría.

Florence se descubrió el rostro y lágrimas de agonía y desesperación brotaron de sus ojos.

—Tu mirada se ha oscurecido, cariño.

Lauren frunció el ceño, perdida por el rumbo de la conversación.

—Es la misma expresión cerrada y vacía que veía en los ojos de mi hija. —Florence se levantó e intentó acercarse a ella, pero Lauren retrocedió—. Tú aún te sujetas a algo.

—No lo comprendo.

Florence prendió otro cigarrillo. Los dedos aún le temblaban con una fuerza impresionante, pero se aseguró de sostenerlo con firmeza.

—¿Nunca te diste cuenta? —Le lanzó una dura mirada. Su voz quebrada—. Del cambio, ese maldito cambio en sus miradas. ¡Debí darme cuenta!

Con un estremecimiento que recorrió todo su cuerpo, Lauren apretó sus audífonos entre las manos, murmuró una disculpa ininteligible y se alejó.

—No importa cuánto te alejes, Lauren. ¡Ellos te atraparán!

Avanzó tan rápido como sus inestables piernas se lo permitieron. Llegó al automóvil y condujo lejos de allí. Mantuvo la mirada fija en el camino por delante, sin permitir que su cuerpo se volviera, girara o siquiera echara un vistazo atrás. Hacia adelante. Hacia la salida. Huyendo.

Apretó el volante con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos y sus brazos se tensaron por el esfuerzo. Sus paredes internas se comprimieron y no podía respirar. El sonido de la ciudad era distante, y solo se filtraba el murmullo constante de personas que nunca descansaban.

El cabello se le pegó a la frente por el sudor, y la ropa le abrasó la piel con cada movimiento. La falta de oxígeno la asfixió hasta adormecerla.

Liv tuvo un episodio maníaco.

Florence no reconoció a su hija.

Florence no se percató del cambio en su mirada.

Liv no estaba mejorando.

Las llantas chirriaron y el automóvil se detuvo de golpe. El cinturón de seguridad la protegió de chocar contra el volante, pero su espalda sufrió un tirón brusco hacia adelante y hacia atrás.

Con las manos aferradas al volante y la mente nublada, emitió un grito. Un grito que se congeló dentro del vehículo, pero que resonó como un latido estremecedor en su pecho. Un grito que hizo vibrar las ventanas cerradas y le quemó la garganta.

El silencio se convirtió en segundos de agonía, seguido de gritos agudos. Gritos heridos. Gritos que revelaron años de dolor silenciado.

Gritó hasta desgarrarse la garganta. Hasta que dejó de escuchar su propia voz y sus oídos pitaron.

Gritó hasta que el corazón se le terminó por romper.

Divinos Dioses HeridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora