Q̶u̶a̶c̶k̶i̶t̶o̶i̶e̶r̶🔞

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Lo que ordene mi reina
Sexo explícito.


Una bella dama de alto poder, con un cuerpo deseable y reina de casi una isla entera. Ella tenía todo, pero era una mentira. Hacía tiempo que no experimentaba suficiente placer

En su pueblo se la conocía como la reina insaciable; se decía que cada cierto tiempo buscaba plebeyos o cualquier chico que le diera lo que quería. Pero desde unos meses atrás, no hubo ningún rumor. Al parecer, la reina ya no tenía esos periodos de necesidad masculina.

Estaban equivocados. La reina aún tenía necesidades, las atendía con algunos artilugios que sus pretendientes le regalaban. Pero no era suficiente; ella quería ser llenada por un pene de verdad, no uno de plástico.

Fastidiada y harta de la situación, la reina observó con una mezcla de impaciencia y desdén a su acompañante real, su fiel consejero y sirviente. Era un muchacho joven, de cabello negro recogido en una coletilla que caía por su espalda. Vestía una camisa de lino impecablemente blanca, con tirantes de cuero que sujetaban su pantalón oscuro, y sus zapatos, pulidos hasta brillar, hablaban de una estricta devoción al orden y la apariencia. Sin embargo, lo que más destacaba era la máscara que cubría su rostro, una máscara de porcelana con una sonrisa grabada, misteriosa y perpetua.

—Quackity —pronunció ella, dejando que cada sílaba destilara su desagrado.

El muchacho alzó la vista con calma, sin que su máscara dejara entrever ninguna emoción. Apenas una inclinación en su postura reflejaba su respeto, o quizás temor, hacia la joven que se sentaba de forma desgarbada en el trono, como si no le importara ni el trono, ni el reino, ni el propio Quackity.

—¿Sí, mi reina? —respondió él, cortés, con una suavidad ensayada. Sus ojos eran todo lo que quedaba al descubierto, oscuros y perspicaces.

—Recítame la parte importante de tu juramento —exigió ella, sus dedos tamborileando impacientes sobre el brazo del trono.

Quackity suspiró apenas, como si la conversación le resultara un ejercicio repetitivo. Sin embargo, no dudó en recitar con la misma calma de siempre:

—Obedecer siempre a mi reina, sin objeción ni demora.

Ella se inclinó un poco, la mirada afilada y un ligero esbozo de sonrisa asomando en sus labios.

—Entonces... si esa es tu promesa, podrías... quitarte la ropa —sugirió con tono desafiante, observándolo detenidamente.

Quackity parpadeó, sorprendido. La máscara ocultaba cualquier rastro de sus expresiones, pero en el breve silencio que siguió, parecía debatirse internamente.

—Mi reina —comenzó, con su tono cortés habitual—, eso sería... inapropiado.

Ella chasqueó la lengua y, sin desviar la mirada, le recordó:

—Tu juramento, Quackity. No hay excusas. Dijiste obediencia absoluta.

Él suspiró nuevamente, pero esta vez se quitó los guantes, como si aquello fuera una forma de demostrar su sumisión. Con lentitud, acercó sus manos al cuello de su camisa. Había algo casi solemne en su gesto, como si estuviera despojándose de mucho más que su vestimenta.

Quackity, de cabello oscuro y mirada aguda, pensó que aquel acto no era sino una cruel forma de humillarlo. Los rumores en el pueblo no ayudaban. Pero él sabía que no era ese tipo de "juguete" del que murmuraban los aldeanos. No se trataba de placer físico, sino del placer que ella encontraba en el control, en la sumisión de quienes la servían. Que equivocado estaba Quackity. Y él, como su consejero, debía cumplir.

𝙊𝙣𝙚 𝙨𝙝𝙤𝙩𝙨 //QSMPDonde viven las historias. Descúbrelo ahora