2. La realidad va con la injusticia

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Cuando regresó la casa seguía como siempre: en silencio y en soledad

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Cuando regresó la casa seguía como siempre: en silencio y en soledad. Le gusta decir que cuando él se va de casa Sky protege la protege, y por eso cuando regresa todo está en orden. Todo culpa de su madre, que hace años atrás le había dicho que no se preocupara por dejar sus juguetes solos, que Sky cuidaría la casa. Cuando regresaron por la noche, todo seguía intacto. Desde entonces, Sky se ha convertido en la guardiana del hogar. Pero los últimos días ha estado dejando el trabajo de lado.

Entró, apresurado. Casi intranquilo como un niño de 4 años sin nada que hacer.

—¿Sky? —llamó— Sky, tengo prisa, voy retrasado media hora. El profesor se quedó de nuevo hablando demás. Tengo que irme. ¿Sky? —volvió a llamar, pero nadie respondió.

Se fue. Una vez más, se fue.

Se preocupó. Por unos instantes llegó a pensar que ya no regresaría. Que lo había dejado. Que había conseguido algo mejor. Quizá eso era lo mejor para ella en la situación que se encuentran. Pero en el fondo no quiere dejarla. En el fondo sabe que si Sky se va, él se derrumba. Sky es su Pilar.

Pero todos esos pensamientos intrusivos se van cuando escucha un golpeteo, como arañazos, y en el fondo, muy en el fondo de esos golpes, escucha el maullido de Sky. Ha vivido tantos años con ellas que ya puede reconocer su voz fácilmente, al igual que sus pasos. Camina por la sala  y entonces la ve, fuera de la casa, golpeando el vidrio de una ventana. Allí está, tan inocente, tan linda, tan tierna, pidiendo que la deje entrar.

—Si no te quieres quedar afuera, ¿entonces por qué sales en primer lugar?

Abre la ventana y la deja entrar.

Sky pasa su cuerpo lentamente por sus manos, y él la carga. Ve sus ojos verdes escarlata, y se da cuenta que no puede enojarse con ella. No. No podría enojarse con ella. No de verdad. A menos que haga algo realmente malo, y si lo piensa, ¿cuándo ha hecho algo malo Sky? Esa gata suya es muy tierna como para eso. Sí, es traviesa de vez en cuando, pero muy tranquila el resto del tiempo. Jamás podría enojarse con ella.

Se sienta en el sofá de la sala, deja su mochila a un lado y revisa cartas una detrás de otra en sus manos; cartas que había recogido en aquel buzón viejo fuera de su casa. No le interesaban tanto, no como la que estaba buscando entre ellas. Lo extraño es, que al mismo tiempo de tener la necesidad de encontrar la que buscaba, tenía miedo de hacerlo. Cómo le gustaría que esa carta no estuviera allí, que desapareciera para siempre, y más nunca tener que preocuparse de ella. Pero mientras eso no suceda, siempre tendrá la necesidad de tenerla entre sus manos. Por precaución, más que todo. Aunque eso lo estresase.

Cuando la encuentra, deja de lado todas las demás, que no eran tan diferentes: estaban hechas del mismo material, papel blanco, del mismo tamaño, la misma envoltura. La diferencia estaba en que esa tenía un sello cuadrado y rojo. El distintivo de todo. Abre el sobre con cautela. Deja de respirar, como si su aliento fuera capaz de destruirla. Saca la carta, imprimida en esa tipografía robótica que tanto le desagrada, y lee.

Era lo mismo de siempre. Lo mismo y lo mismo. Se ha acerca la fecha para pagar la deuda de la casa. La deuda enorme que su padre le ocultó a su mamá cuando le regaló la casa. La deuda que había pasado a los hombros de él. La deuda que no lo dejaba dormir tranquilo. La deuda por la que tenía dejar de darse muchos lujos. La carta dice que sino paga la cuenta, tendrían que ir a un proceso legal, abogados, juicios. O simplemente embargar la casa, y quedarse en la calle. Porque que la deuda... la deuda, la deuda y la maldita deuda. Ha vivido más para esa deuda que para sí mismo. La carta era igual que todas, siempre era...

—¿Qué? —su voz salió seca, gélida.

Sus ojos temblaron, pero se volvió a obligar a leer de nuevo. No había leído mal. El monto aumentó ese mes. Había aumentado el 30%.

—No. No. No —repite, como si con eso pudiera despertar de un mal sueño—. Esto no es posible. ¿Es siquiera legal? ¡No puede ser!

Se levanta, histérico. Mira el calendario, y recordó que sólo quedaban tres semanas para pagar ese mes. Ya de por sí era complicado pagar la tarifa regular, y ahora, la aumentaban. Y si no la pagaba... ¿y sino la pagaba? ¿Qué pasaba si no lo hacía? Tiene miedo. Sus piernas fallan. Le fata aire en los pulmones. Sin casa. Sin hogar. Sin nada. Quizá nunca tuvo nada y vivía engañándose con la esperanza de que un día no tendría deudas, y sería feliz con Sky. Todo era una falsa esperanza. Una ilusión.

Su teléfono sonó. Era la alarma. Ya había llegado tarde del curso, y llegaría tarde al trabajo, lo que era peor. Pero no tenía mente para eso. No tenía mente para nada. ¿Para qué estresarse? ¿Para que esforzarse? ¿Para qué? Si al fin y al cabo todo se iba al caño. Sería más fácil si...

Cuando Sky se frota entre sus piernas, melancólica, preocupada, vuelve en sí. Ella lo mira, maullando. La toma debajo de sus patas y la sube a sus piernas.

—Sí. Sí. Todo estará bien —dijo, y Sky frota su cabeza con la mejilla de su dueño—. Tengo que irme, bebé. Ahora más que nunca no podemos faltar al trabajo. Regreso más tarde, ¿de acuerdo? Cuídate. No te portes mal.

Sale corriendo con la mochila hasta fuera, se monta en su bicicleta, y baja por lo que parecía ser una carretera en una montaña. Usaba la bicicleta porque, en aquel lugar no pasaba el transporte público, sino más debajo de la montaña, y además, tenía que ahorrar lo más posible para pagar la deuda. Ahora más que nunca.

Mientras maneja, no se sentía él. Mucho menos sus piernas. Su respiración es agitada. No encontraba el viento, como si su cuerpo dejara de sentir. No se da cuenta si cierra o no los ojos. No sabe si maneja la bicicleta, o si ella lo manejaba a él. Cuando llega al pueblo, ignora el ruido de los carros, de la gente, de la brisa. Lo ignora todo. Tanto que tenía miedo de ser atropellado, pero al mismo tiempo eso no le preocupaba. Todo se quedó en negro. Todo.

 Todo

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