Ya es lunes, y por más impresionante que le parezca, aún mantiene su trabajo.
El día después del desastre, y el día después de ese, había faltado al trabajo, pensando que lo había perdido, que era una pérdida de tiempo aparecerse por allá con una sonrisa hipócrita, pedir disculpas como si lo que pasó no hubiera sido tan grave, y esperar cómo un niño inocente que le perdonasen todas sus travesuras. Sin embargo, el domingo recibió una llamada de su jefe. Igual pensó que era la llamada que iba a sentenciar su despido. Resulta que su jefe le había dicho que podía ir el lunes, que habló con sus compañeros, y que todos acordaron en pasar por alto lo sucedido. Al parecer, todos podían tener un buen corazón, o al menos, eso pensó, hasta que las palabras de su jefe salieron frías y cortantes:
—Si fuera por mí, te habría despedido.
—¿ De quién fue la idea de que me dejaran?
—De nadie en particular, todos estaban neutros, aunque se les veía lamentados —hizo una pausa—. Sino fuera porque si te vas quedaría un hueco aquí, te vas. Regresa el lunes.
Lo normal era sentirse aliviado. Sí. Eso tendría que haber sido lo normal, pero se sintió incluso más culpable, comprometido, como si su jefe le hubiera tomado el corazón a piel seca, lo hubiera apretado unas cuantas veces, con fuerza, casi al punto de destriparlo, para que así sintiera como los latidos se detenían, como la sangre faltaba, y el dolor hiciera un recorrido por todas las venas debajo de la piel, que ya se comenzaba a sentir fría. Sí, estaba comprometido a ir. Tenía que ir. Debía ir.
Las horas hasta el lunes pasaron pesadas, y le faltaba el aire. Y ese día se da cuenta del porque lo necesitan. Es noche de karaoke y presentaciones, donde los clientes se montan en el pequeño escenario y cantan las canciones que se les antoja; o por su contrario, solistas y bandas, personas que aman la música y persiguen el sueño de triunfar en la industria, se suben allí para dar todo su esfuerzo. Le hubiera gustado ser uno de ellos. Se ven tan libres. «¿Será fácil ser músico?».
El restaurante está diferente a la estética que acostumbra a tener: algo sofisticado, luces cálidas, y la música de fondo es siempre calmada; ahora hay luces moradas, rosadas, azules, verdes, de muchos colores, que van de extremo a extremo. La música es movida, hasta que suben a cantar y tienen que detenerla. Las risas explotan. Los aplausos. La bulla. La habladuría. Todo es un solo sonido, un solo ritmo, y por un instante se alegra de estar ahí, porque se olvida de todo lo que siempre le espera en casa. Pero sólo por un instante, porque después tiene que seguir con su trabajo, y eso le recuerda todo lo demás.
—¿Mesa 8? —pregunta, con dos platos en la mano.
—Sí —responde una de las dos mujeres.
—Disfruten. Ya les traigo sus bebidas.
Entra a la cocina, en busca del champagne que ambas mujeres pidieron. Se ven muy tiernas juntas, piensa, tomándose de las manos, dándose leves besos sobre los labios de la otra. ¿Tendrán ellas problemas en su casa cómo él los tiene? ¿Tendrán todos los clientes problemas? Se siente ridículo el pensarlo, porque sabe la respuesta, pero está tan hundido en el hoyo que se cree la única víctima. No quiere ser egoísta. No lo está siendo. Sólo se cree una víctima más que no puede ver más allá de sus propias desgracias, y concluye que no está mal, porque a veces no tenemos el tiempo de ver por los demás, ni siquiera por nosotros mismos. Camina un poco, la música se detiene, al igual que la gente. Sabe que significa: alguien tocará.
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Sentirse azul
Novela JuvenilLa vida suele ser complicada para todos, y Aciano y Dalí de 20 años no son la excepción. Aciano no puede estudiar la carrera de sus sueños porque trabaja sin descanso alguno para pagar la enorme deuda de su casa, y así proteger lo único que le da s...