3. Lluvia de mala suerte

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Hubiera preferido que lo fuese atropellado un carro

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Hubiera preferido que lo fuese atropellado un carro. Definitivamente hubiera preferido que lo atropellara un carro. Si eso hubiera pasado estaría tirado en el piso, o quizá, en un hospital, internado. Sí, sería doloroso, pero está seguro de que eso sería mucho mejor que estar en la oficina de su jefe, que supera los 40 años y tiene una barba que no le favorece en absoluto, y ser regañado por el mismo.

Escucha sin atención la voz alzada del hombre. Sabe que lo regaña por llegar tarde, y es el mismo discurso de siempre cuando sucede. Pero pareciese que en vez de ser su jefe, era su padre, que se encarnizada con su hijo al hacer una travesura o algo peor. Su voz entra por un oído y sale por el otro, pero no por rebeldía ni por engreído, sino, porque no tiene la mente para dejarse consumir por el regaño. De hecho, está dispuesto a recibirlo si con eso le aumentan el sueldo.

—Horas extras —dice, dejando a su jefe mudo.

—¿Qué? ¿De qué hablas, Aciano?

—Sí. Horas extras. Puedo hacer horas extras. La verdad es que me vendría bien.

—¿No se supone—

—Lo sé. Pero en serio, lo necesito. Déjeme realizar horas extras. Por favor.

Su jefe arruga el rostro, confundido, pero al final suelta un suspiro, y acepta.

Normalmente se limita a hacer sólo su trabajo, y nada más, nada de esfuerzos extras, pero ese día, y quizá los otros días por venir, tenía que esforzarse demás para conseguir más dinero, incluidas las propinas que puedan dejar los clientes del restaurante. Va a todas las mesas posibles, dejando extrañados a los demás meseros. Va de una mesa a otra, con una sonrisa en el rostro, siendo lo más amable que puede. Si quería tener buenas propinas, tenía que ser el mesero más servicial, que el cliente tenga una excelente experiencia, y si eran buenos, le darían buena propina. Al principio va bien, los clientes se van satisfechos, pero mientras pasan las horas, se cansa y aquella sonrisa amable comenzaba a verse forzada. También se da cuenta que suda bajo el uniforme rojo y azul, que le parecía un poco estúpido, pero que necesitaba usar si quería mantener el trabajo. Pierde el control. Se sentía ansioso. Asfixiado. La mente iba a mil para lo que su cuerpo podía soportar, y lamentablemente, la razón era la deuda. Todo era culpa de la deuda.

Primero confunde los platos de dos mesas. Se disculpa, y por suerte, los clientes son tan buenas personas que lo comprenden. Incluso un señor le dijo que todos tenían malos días.

—Sí. Tiene razón —le respondió.

Después tropieza unas cuantas veces con la puerta que conectaba a las mesas y la cocina. Tropieza con algunas mesas. Tropieza con sus pies. Tropieza con los demás meseros. Tropieza con todo. Hasta con lo invisible. Se lamenta haberse confundido de mesa, pero aquel cliente no le parece gracioso. Se molesta, y él solo se queda de pie, con una pose débil. Vuelve a tropezar.

—Oye, deberías calmarte —le dice un cocinero.

—Yo puedo —responde.

Sigue repartiendo la comida, anotando lo pedidos, y a su pecho le falta aire, pero se obliga a continuar. Hay personas que hacen más que él. Hay personas que la tienen peor. No se puede dejar vencer. No puede.

Sentirse azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora