El eco de los tacones de Ketzaly resonaba en la catedral vacía. La penumbra apenas dejaba entrever los vitrales que contaban historias de redención y martirio. Se detuvo frente al altar, con las manos temblorosas aferradas a un rosario que no recordaba haber traído consigo. El peso de las miradas invisibles —de santos tallados, de ángeles inertes— era abrumador.
—Perdóname, Padre, porque he pecado. —susurró con un hilo de voz.
La confesión no era suya, no aún. El pecado que cargaba había sido impuesto sobre ella, como una cruz que nunca pidió llevar. El hombre que la había marcado estaba a unos metros detrás de ella, su sombra se proyectaba como un espectro sobre el mármol frío.
Azrael.
Su nombre no debía sonar tan suave como lo hacía. Era una paradoja: un hombre con el nombre de un ángel, pero el alma teñida de oscuridad. Había tomado todo de ella: su inocencia, su libertad, su fe. Y aun así, aquí estaba, arrodillado en el mismo suelo santo, pretendiendo que podía redimirse.
—No tienes que hacerlo. —Su voz baja rompió el silencio.
Ketzaly giró apenas la cabeza para mirarlo. Su mirada era el reflejo de todo lo que estaba cargando, llena de resentimiento, miedo y... odio.
—¿No tengo que hacerlo? Mis padres están más preocupados por lo que dirá la gente que por lo que siento. Tú... tú destruiste mi vida, y ahora soy yo la que tiene que cargar con esta penitencia.
Azrael sostuvo su mirada. Sus ojos verdes, tan fuertes y contradictorios como el hombre que era, no mostraban arrepentimiento, pero tampoco orgullo. Su expresión estaba llena de algo más profundo: necesidad.
—No pedí esto, —dijo él, su voz áspera y baja. —Pero si significa tenerte, entonces cargaré con esa culpa.
Ketzaly apretó los dientes, mordiéndose las palabras que quería gritar. En cambio, se levantó lentamente y lo miró con un desafío renovado.
—No te equivoques, Azrael. Esto no es amor. Esto es un castigo.
Él no respondió, pero algo en sus ojos titiló, como si esas palabras lo hubieran herido de una forma que no esperaba. Ketzaly salió de la catedral con pasos firmes, dejando atrás las sombras que parecían susurrar promesas de redención y condena.
En ese momento, no sabía que sus vidas estaban irrevocablemente entrelazadas, ni que el castigo que ella tanto temía podría convertirse en la única cosa que le salvaría.
Porque el verdadero infierno no era el hombre que había destruido su mundo. Era la posibilidad de descubrir que, en algún rincón oscuro de su corazón, podía llegar a necesitarlo.
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Penitencia
RomanceLa vida de Ketzaly da un giro aterrador cuando es obligada a casarse con Azrael, su agresor, para evitar la deshonra de su familia católica. La imposición de sus padres marca el inicio de una relación turbulenta, donde el odio inicial lentamente se...