La tensión en el lugar era insoportable. El aire parecía haberse vuelto pesado. Ketzaly mantenía la cabeza gacha, como si quisiera desaparecer, pero le era imposible. No había escape. Ricardo, su padre, permanecía erguido, su mirada llena de furia contenida, mientras que Elena, detrás de él, abrazaba con fuerza a su hija. La sensación de desesperación era palpable.
Nicolás, en cambio, tragaba saliva. Su mirada estaba fija en Azrael, su hijo, suplicando en silencio, rogando que dijera que todo era mentira. No podía ser cierto. Laura, de pie junto a él, apretaba los ojos con fuerza, intentando quitar las lágrimas. Quería acercarse a su hijo, quería creer que todo esto era un malentendido, pero algo en su corazón de madre le decía que algo estaba terriblemente mal. Nunca había visto esa expresión en Azrael. Su hijo siempre había sido alguien de porte varonil, con una actitud tosca y sobreprotectora. Su mirada siempre era desafiante, jamás vulnerable. Pero ahora... Ahora lo veía temblar, con los ojos cristalinos. Soltó un sollozo, una queja dolorosa, como si hubiera comprendido ya la verdad antes de escucharla de los labios de su hijo.
Citlali, en su silla de ruedas, observaba todo desde la distancia. Había escuchado la acusación que lanzaron contra su hermano, y no podía creerlo. Se había estado metiendo sola desde el patio, harta de sentirse inútil. Su aislamiento de un mes la había vuelto distante con todos, pero ahora estaba dispuesta a defender a Azrael con uñas y dientes. Sin embargo, cuando lo vio bajar las escaleras, algo en su interior se rompió. La expresión de Azrael lo delataba. Su hermano nunca había sido bueno ocultando lo que sentía, y esta vez no fue diferente. Lo sabía. Lo había hecho.
—¡Azrael! —El grito de Nicolás resonó en la sala—. ¡Tu madre te hizo una pregunta! Contesta, por el amor de Dios.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Azrael no podía responder. El peso de la verdad lo aplastaba. Tenía miedo, vergüenza y rabia. Sabía que no había escapatoria. Y lo peor era que la policía estaba afuera, y sabía que lo llevarían. Su vida estaba a punto de desmoronarse.
Nicolás, intentando mantenerse firme, se volvió hacia Ricardo. Quiso erguirse, pero no pudo. La desesperación lo quebraba por dentro.
—No, señor Rubalcaba —dijo Nicolás, su voz temblaba—. Es... es imposible que mi hijo haya hecho esto. Mire —se trababa, luchando por encontrar palabras—. No sé por qué están diciendo esto, pero... ya tuvimos el gusto de conocernos hace un año, por lo del accidente de nuestras hijas... Y sabe que no tenemos dinero. Si quieren demandarnos... no tenemos con qué defendernos, y esta acusación es... es muy grave.
—¿Está diciendo que la mía está mintiendo, señor...? —Ricardo lo interrumpió, buscando el apellido en su memoria, pero su expresión fría mostraba que no le importaba en lo más mínimo.
—Alvarado —murmuró Elena desde detrás de Ketzaly.
—Señor Alvarado —repitió Ricardo, sin darle importancia.
Azrael sintió una ola de indignación. ¿Cómo podía olvidar su apellido después de todo lo que había sucedido entre ellos? El accidente, el odio, el pasado compartido.
—No —respondió Nicolás, ajeno a la ofensa—. No estoy diciendo que su hija esté mintiendo, pero tal vez se confundió...
—De hecho... —Ricardo sacó un USB de su bolsillo y lo levantó. Al verlo, Ketzaly ahogó un sollozo, el llanto que intentaba reprimir la estaba destrozando—. Hay una cámara al final de la bodega de nuestra cafetería...
—Sí, lo hice —. Azrael no pudo más. El pánico lo impulsó hacia adelante. Bajó los escalones que quedaban y caminó hacia los mayores. Sus padres lo miraron con el corazón destrozado, incapaces de procesar lo que estaba sucediendo.
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Penitencia
RomanceLa vida de Ketzaly da un giro aterrador cuando es obligada a casarse con Azrael, su agresor, para evitar la deshonra de su familia católica. La imposición de sus padres marca el inicio de una relación turbulenta, donde el odio inicial lentamente se...